La motivación de la actuación pública

La motivación de los actos administrativos discrecionales es, más que una cuestión de orden cuantitativo, una materia que debe resolverse desde la perspectiva cualitativa. La motivación, pues, no se acredita con una prolija y larga explicación necesariamente, sino con los argumentos apropiados al caso concreto, que en muchos casos podrán realizarse en breves líneas. Será la naturaleza de cada caso la que determine la extensión de la motivación. Como regla, la clave reside en explicitar convincentemente desde el punto de vista racional, las causas que han aconsejado que, por ejemplo, un poder discrecional se concrete en un sentido determinado.

La motivación consiste en una operación jurídica dirigida a revelar, a manifestar, por parte de la Administración autora del acto, las razones de la adecuación del acto al fin de servicio objetivo al interés público que lo justifica. En los casos de poderes discrecionales, la motivación es fundamental puesto que en estos supuestos se produce un juicio o ponderación administrativa que lleva a la opción por una determinada solución de entre varias legalmente posibles, por lo que las exigencias generales de objetividad, que siempre acompañan a la actividad administrativa, son particularmente intensas.

Realmente, si la fuerza jurídica del acto administrativo procede de su presunción de legitimidad, de su adecuación al interés general, parece lógico que la motivación esté conectada, no sólo a las razones del caso concreto, sino también, de forma más general, a las razones de interés público que justifican la confección del acto administrativo.

Aunque la motivación es exigible legalmente en determinados casos, pienso que el legislador lo que hace es obligar en ciertos supuestos a una motivación específica, dada la naturaleza del acto de que se trate. Con carácter general, el artículo 103 de la Constitución, en cuanto dispone que la Administración actúa al servicio objetivo del interés general, parece reclamar que todas las actuaciones de la Administración sean objetivas, lo que necesariamente habrá de traducirse en actuaciones racionales, en actuaciones motivadas en argumentos de interés público concretos.

Efectivamente, si convenimos que la arbitrariedad es la ausencia de racionalidad, todos los actos del poder ejecutivo y de la Administración han de ser racionales. Por ello, también desde esta perspectiva más abstracta puede afirmarse que la exigencia de motivación es inherente a la propia esencia y razón de ser de la Administración pública.

El marco constitucional de la motivación de los actos administrativos, que es claro y contundente, refleja hasta qué punto nos hallamos ante una obligación constitucional de la Administración conectada a su propia esencia y justificación institucional. El citado artículo 103.1 constitucional, al exigir la actuación de la Administración pública al servicio objetivo del interés general, está disponiendo claramente que la objetividad, esto es, la racionalidad, debe ser nota distintiva de la actuación administrativa, sea ésta por acto o por contrato. La Administración, sea cual sea su forma de expresión siempre y en todo caso ha de atender a la objetividad. De lo contrario, si nos situamos en esquemas de subjetividad, de arbitrariedad, estaríamos violando nada menos que uno de los principios fundantes del Estado de Derecho. Desde otro punto de vista, la sentencia del Tribunal Supremo de 5 de diciembre de 1990 llega a la misma conclusión al señalar que “las exigencias efectivas del Estado de Derecho han determinado el alumbramiento de técnicas que permiten el control judicial de la Administración (artículo 106, CE)”. Control judicial que a tenor de lo que establece este artículo constitucional, se proyecta más allá del control jurídico de la actividad administrativa al incluir el sometimiento de la propia Administración a los fines que la justifican. Como los fines que la justifican son fines de interés público y el interés público ha de gestionarse de forma objetiva, resulta que el Estado de Derecho reclama de la función administrativa una acción racional, objetiva, congruente con los fines de interés público que debe servir.

En parecidos términos se expresa la sentencia del Tribunal Supremo de 14 de septiembre de 1994, seguida por la sentencia de 11 de diciembre de 1998, cuando señala que “el sometimiento de la actuación administrativa a la ley y al derecho, la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, y el control que corresponde a los tribunales de la legalidad de la legalidad de la actividad administrativa y de ese sometimiento a la ley demandan la motivación de los actos administrativos en garantía de la seguridad jurídica, de la igual aplicación de la ley y del derecho a la igual protección jurídica (artículos 9.1 y 103.1)”. Esta jurisprudencia reclama la exigencia constitucional general de motivación que se desprende del contexto constitucional, especialmente de los artículos 9., 103 y 106. Exigencia que manifiesta el talante y el temple democrático del Poder público. Hoy, desde luego, bajo mínimos en tantas latitudes.

 

Jaime Rodriguez-Arana

@jrodriguezarana


Entendimiento e ideologías

Los  sistemas ideológicos y económicos que protagonizaron el siglo pasado, es bien sabido, se caracterizaron por incorporar a su núcleo doctrinal el enfrentamiento como método, el cual reclama – por su propia estructura- oposición, confrontación, crispación, divergencia y desunión en última instancia.

 

 

Por eso, las normales y lógicas discrepancias inherentes a la política se conviertirieron en el centro sustantivo de la vida democrática, desvirtuándola gravemente, y más cuando semejante esquema de contrarios se ha venido aplicando a todos los aspectos de la vida económica y social. Hoy, lamentablemente, a pesar de que ya estamos en 2023, regresamos al pensamiento cainita y maniqueo a causa de la dominación de unas ideologías cerradas que la democracia, hoy sin temple y sin fortaleza moral, no es capaz de superar.

 

A estas alturas algunos tenemos claro que los reduccionismos aplicados a los roles sociales y posicionales no sirven: empresario y trabajador -por ejemplo- ya no indican un binomio de necesaria oposición, ni desde la significación intervencionista ni, tampoco, desde el neoliberalismo capitalista. Pero es también claro que aplicar un reduccionismo semejante a las fuerzas políticas es igualmente desacertado. Atribuir las cualidades éticas a unos y la eficacia económica a otros; o el rigor y coherencia a estos y la preocupación por los trabajadores a los primeros, es ir contra la marea imparable de la realidad: hay de todo en todas partes.

 

Nuestra experiencia política reciente ha venido demostrando hasta la saciedad, y lo sigue haciendo, especialmente en los últimos tiempos, que tal esquematización es tan falsa como la clasificación de los grupos políticos en buenos y malos. Tal valoración es la que nos merece la esquemática y simplista clasificación universal de las fuerzas políticas en derechas e izquierdas.

 

Con procedimientos de análisis tan maniqueos la persona queda subordinada a su ubicación en el espectro ideológico, ya no es ella la que vale sino su color, y el desarrollo humano de los pueblos se conseguirá con “recetas de salvación”. Liberar la mano todopoderosa del dios “Mercado” traerá la felicidad a todos los individuos o, aplastar la cabeza viperina del demonio “Propiedad” nos hará entrar a todos juntos en el paraíso perdido. Quien usa la razón y tiene ojos en la cara tiene que sentir rechazo ante semejantes “fórmulas milagrosas”.

 

 

Pero lo que resulta insufrible en una cultura democrática es pretender la disyuntiva que algunos plantean a los ciudadanos cultos e informados de cualquier sector: o eres de los nuestros o estás contra nosotros. Tal dilema empobrece la vida democrática y envilece el discurso porque dejan de contar las razones para hacer prevalecer las adhesiones.

 

Cuando las personas son la referencia del sistema de organización político, económico y social, aparece un nuevo marco en el que la mentalidad dialogante, la atención al contexto, el pensamiento reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia, la capacidad de conciliar y de sintetizar, sustituyen en la substanciación de la vida democrática a las bipolarizaciones dogmáticas y simplificadoras, y dan cuerpo a un estilo que, como se aprecia fácilmente, no supone referencias ideológicas de izquierda o derecha.

 

Para la política ideologizada lo primordial son las ideas, para la política moderada lo fundamental son las personas. En este sentido, conviene recordar que s e afirma con frecuencia que “ todas las opiniones son respetables”. Aunque entendiendo el sentido de la expresión cuando se emplea como manifestación de fe democrática, no puedo menos que asombrarme ante la constatación permanente de la inmensa cantidad de afirmaciones poco fundamentadas que cada día se emiten. A quien es debido el respeto es a la persona. Y para expresar la fe democrática ante las opiniones, me parece más acertada la formulación de aquel político inglés que rechazando desde la raíz las convicciones de su rival, ponía por encima de su vida el derecho del contrario a defenderlas. Que lejos estamos hoy de tales posiciones, que lejos.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


La conquista de la libertad

De nuevo, la lucha por la libertad, la conquista de las libertades, como en el pasado, vuelve al primer plano de la vida social y política. Efectivamente, la constante intromisión del poder público en los hogares de los ciudadanos, en la conciencia moral de los estudiantes, en las convicciones y creencias del pueblo, reclaman que la libertad ocupe el lugar que le corresponde. Sin exagerar, corremos peligro de que esta omnipotente maquinaria pública al servicio de los dogmas del populismo actual termine por anular el pensamiento plural, la capacidad de análisis crítico y, lo que es más grave, las más elementales exigencias de la vida en libertad. Hoy, el carril único por el que debe transitar todo aquel que desee ser bien visto por la tecnoestructura dominante, conduce a una masa que ha ido cediendo con el tiempo el temple democrático hasta sacrificar en el altar de la seguridad y del control sus libertades más preciadas.

 

El poder, a pesar de que tiene por obligación constitucional facilitar el ejercicio de las libertades, no hace otra cosa, desde hace algunos años, que atacar, sutilmente o groseramente según los casos, al que no se somete al pensamiento único. Ahí están los constantes ataques a la libertad de expresión, ahí está la desnaturalización de instituciones sociales que durante siglos han consolidado la vida social desde esquemas de estabilidad, ahí está la manipulación de las conciencias morales de los alumnos bajo la doctrina única que hoy se trata de inculcar desde el vértice y la cúpula. Ahí están las dádivas que, de una u otra manera, se entregan a quienes oficien de aduladores de las excelencias de la nueva modernidad que por fin acampa entre nosotros gracias a los desvelos y al titánico trabajo de esos expertos en control y manipulación social que ahora dirigen este país.

 

Y, por si fuera poco, determinadas redes sociales, que debieran ser expresiones del interés general, se arrogan la tarea de lesionar libertades sin esperar a que sea el juez quien determine, en el caso concreto, si el ejercicio de tal o cual derecho se acorde al Ordenamiento jurídico. La censura preventiva, ahora sin tapujos, también se practica desde algunas terminales mediáticas mientras el silencio de una clase intelectual sumisa ante el poder, público o privado, se esconde para no perder los beneficios de los que disfruta.

 

Hoy, en España, con un gobierno que se ha atrincherado en los dogmas del radicalismo, es hora de subrayar el discurso de la libertad, de la libertad de todos, de la fuerza de las iniciativas sociales, de la relevancia del ejercicio de todas y cada una de las libertades ciudadanas. Desde la libertad de pensamiento y de expresión hasta la libertad de educación y de investigación pasando por la libertad económica y la libertad religiosa. En España, en estos años el ejercicio de la libertad sale cara. La razón podría encontrarse en la instalación entre nosotros de un ambiente de autoritarismo intelectual, de dictadura de lo políticamente correcto o eficaz que lleva a subvertir el orden moral de manera que el fin lo justifica todo. Si lo importante es ganar dinero y para ello ha de renunciarse a las ideas, se renuncia. Si lo relevante es el poder y para ello hay que arrodillarse ante los que mandan, qué se le va a hacer. Si para poner en marcha ciertas iniciativas sociales es menester admitir el control público o político, se asume. Si para publicar tal o cual artículo hay que postrarse ante el que manda, no hay problema.

 

La lucha por las libertades, insisto, es un tema de actualidad. En manera alguna se ha producido, como cacarean sin desmayo las terminales mediáticas del poder, una extensión de los derechos y las libertades. Más bien, lo contrario, se extienden los derechos y libertades de las minorías adeptas en detrimento de los derechos y libertades de las mayorías que se encuentran desprotegidos y sin amparo pues también el poder judicial empieza a alinearse con las terminales tecnoestructurales.

 

Todos sabemos bien lo que pasa. Sabemos que lo más cómodo es no meterse en líos y renunciar a la libertad por un plato de lentejas. La libertad, que la ejerza quien sea capaz de desafiar el pensamiento dominante.  Nos hemos olvidado de que la libertad o se practica o se olvida, o se ejercita o desaparece. Por eso, conviene recordar que es de la esencia de la educación cívica promover espacios de libertad, no de adoctrinamiento. Ahora más que nunca porque la libertad, parece mentira, está en peligro.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Sanidad y Estado de bienestar

La sanidad española es expresión, a mi parecer del profundo grado de solidaridad de nuestra sociedad en todos sus estamentos. Sólo se puede explicar su entramado, ciertamente complejo, avanzado técnica y socialmente -y también muy perfectible- por la acción solidaria de sucesivas generaciones de españoles y por la decidida acción política de gobiernos de variado signo. Pienso que en este terreno hay méritos indudables de todos. Sobre bases heredadas a lo largo de tantos años, hemos contribuido de modo indudable al desarrollo de una sanidad en algunos sentidos ejemplar. Y con el desarrollo autonómico se han desenvuelto experiencias de gestión que suponen ciertamente un enriquecimiento del modelo -en su pluralismo- para toda España.

 

Pero si afirmamos que el modelo es perfectible estamos reclamando la necesidad de reformas, que deben ir por el camino de la flexibilización, de la agilización, de la desburocratización, de la racionalización en la asignación de recursos y de su optimización, y de la personalización y humanización en las prestaciones.

 

 

Que en muchos sentidos el modelo sea ejemplar, no quiere decir que sea viable en los términos en que estaba concebido, ni que no pueda ser mejor orientado de cara a un servicio más extenso y eficaz.

 

Queda mucho, muchísimo, por hacer. La asistencia sanitaria universal no puede ser una realidad nominal o contable, porque la asistencia debe ser universalmente cualificada desde un punto de vista técnico-médico, inmediata en la perspectiva temporal, personalizada en el trato, porque la centralidad de la persona en nuestras políticas lo exige. Y además debe estar articulada con programas de investigación avanzada; con innovaciones de la gestión que la hagan más eficaz; con una adecuación permanente de medios a las nuevas circunstancias y necesidades; con sistemas que promocionen la competencia a través de la pluralidad de interpretaciones en el modelo que -eso sí- en ningún caso rompan la homogeneidad básica en la prestación, etc.

 

Además, precisamente por no tratarse de un problema puramente técnico o de gestión, la política sanitaria, y los desafíos del bienestar deben encuadrarse en el marco de la política general, en ella se evidencian los objetivos últimos de la política que ya indiqué: promoción de la libertad -en nuestro caso liberación de las ataduras de la enfermedad-, solidaridad -evidente como en pocos campos en la asistencia sanitaria universal-, y participación activa. Este deber de participación, libremente asumido, enfrenta al ciudadano a su responsabilidad ante el sistema sanitario, para reducir los excesos consumistas; le abre y solicita su aceptación de posibilidades reales de elección; establece límites subjetivos al derecho, que debe interpretarse rectamente no como derecho a la salud estrictamente, sino como derecho a una atención sanitaria cualificada; y plantea también la necesidad de asumir la dimensión social del individuo buscando nuevas fórmulas que de entrada al ámbito familiar -sin recargarlo- en la tarea de humanización de la atención sanitaria.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


La estructura formal de las normas

Las normas jurídicas, con arreglo a las mejores directrices de técnica normativa, deben contar con una estructura externa caracterizada por varias dimensiones. Primera, uniformidad; es decir, que exista una lógica continuidad con las normas de su misma categoría o rango. Segunda, congruencia; esto es, que exista una razonable proporción y correspondencia cuantitativa y cualitativa entre el objeto de la norma y su representación formal. También en esta materia es de aplicación ese dicho popular de que no se puede matar una mosca a cañonazos. No tendría sentido, por ejemplo, dedicar a una corrección de errores varios preceptos de un decreto.

 

Por lo que se refiere al encabezamiento de la norma ha de tenerse en cuenta que el título ha de identificar con precisión y plenitud la materia objeto de la regulación. Igualmente, ha de permitir, si es el caso, diferenciar a la norma de otras más o menos conexas por razón de la materia. Es decir, el encabezamiento ha de permitir al lector conocer con rigor la clase de norma, el órgano que la aprueba, la fecha de su promulgación o publicación y su numeración entre las de su rango y categoría.

 

El preámbulo o exposición de motivos de la norma es, ciertamente, una cuestión siempre polémica, sobre todo cuándo se discute acerca de su valor normativo o interpretativo. En realidad, el preámbulo es la expresión de las razones o motivos por lo que se aprueba la norma, más los principios inspiradores que la presiden junto a las principales novedades que incorpora al Ordenamiento jurídico. Tiene un obvio valor interpretativo que la jurisprudencia siempre ha destacado en orden a la hermeneútica de algunos preceptos que en el articulado no hayan quedado todo lo claro que debieran. Además, la exposición de motivos facilita indudablemente la comprensión de la norma y ayuda también a un mejor conocimiento de sus objetivos y principales aportaciones.

 

El cuerpo de la norma se refiere a lo más relevante: la división correlativa en artículos numerados, que constituye la manifestación más tradicional y actual de la exposición sistemática del régimen jurídico que contiene la norma en cuestión. Los artículos, parece obvio, han de tratar de unidades argumentales redactadas de manera concisa, breve y completa, atentando a la seguridad jurídica esos farragosos y enmarañados artículos que tantas veces no son más que el deliberado intento de ambigüedad y confusión al que son tan dados, en ocasiones, algunos legisladores o algunos gobiernos y administraciones públicas. Cuándo la naturaleza de la norma lo exija, por su extensión o relevancia, no hay inconveniente en dividir los artículos de la manera que mejor atienda a la comprensión de la norma. Suelen dividirse los preceptos, en estos casos, en títulos, capítulos o secciones.

 

La parte final no debiera ser la más importante, pero últimamente, a juzgar por el uso que se hace de ella para meter “de rondón”, “con calzador”, algunas importantes modificaciones, ha de ser objeto de particular atención, de manera que, en efecto, cumpla la función que tiene asignada y no la de “cajón de sastre” hoy tan, desgraciadamente, de moda. La parte final consta ordinariamente de las disposiciones adicionales, las disposiciones transitorias, las disposiciones derogatorias y las disposiciones finales. Las disposiciones adicionales están pensadas para establecer los regímenes excepcionales, las dispensas, las reservas de aplicación y las remisiones siempre que no sea posibles regular estas cuestiones en el articulado. Si hay voluntad de hacerlo, no es difícil incorporar el contenido de las adicionales en el articulado. Lo que suele ocurrir es que se prefiere elaborar largas y complejas adicionales en las que, insisto, cabe todo atentando a las más elementales exigencias de la seguridad jurídica. Las disposiciones transitorias son inexcusables cuándo se trata de una norma que regula una materia regulada con anterioridad de manera que los destinatarios de la norma conozcan con claridad el régimen jurídico aplicable a las situaciones jurídicas nacidas antes de la entrada en vigor de la norma nueva. En las disposiciones derogatorias ha de señalarse con claridad y concisión las normas derogadas, recomendándose para ello evitar las disposiciones generales o abstractas y, si es posible, incorporando tablas de vigencia de las normas afectadas para mayor seguridad jurídica. Finalmente, las disposiciones finales se circunscriben a las reglas de aplicación, de supletoriedad, a las habilitaciones, así como a las delegaciones y reglas de vigencia.

El problema es que no siempre las directrices de técnica normativa son seguidas por el legislador o por la administración. ¿Por qué será?.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Servicio público y derechos fundamentales

La concepción clásica del servicio público que reclama la publicatio de la actividad a realizar, choca frontalmente con el núcleo esencial de la libertad económica. Sin embargo, la teoría del servicio de interés general permite el juego del binomio libertad – interés general desde la perspectiva garantizadora de la función del Estado.

 

En este sentido, podemos perder de vista algo muy importante que para el Derecho Administrativo es esencial: la realidad. Hoy, guste o no, en España, y en toda la Europa Comunitaria existe un gradual proceso de despublificación, de desregulación, que plantea el gran desafío común de definir el papel del Estado en relación con los servicios de responsabilidad pública. En Europa, tras los Tratados Fundacionales y Maastricht, es menester tener presente que la realidad del Mercado Único se llama libre competencia y que, por ello, la Administración pública no puede mirar para otro lado. Lo que no quiere decir, insisto, que la Administración pública ceda inerme ante los encantos del mercado, ni que se alimenten versiones caducas que hablen de que el Estado sea la encarnación del ideal ético.

 

Algunos autores entienden que la pérdida de sentido en la actualidad de la noción clásica de servicio público es poco menos que una traición al Derecho Administrativo. Quienes así piensan, con todos mis respetos- sólo faltaría- no son conscientes de que precisamente a través de la emergencia de nuevos conceptos como el del servicio económico de interés general, nuestra disciplina está recobrando el pulso y un protagonismo bien relevante. No se trata de certificar el entierro del concepto de servicio público. Simplemente se trata de certificar que a día de hoy su utilización queda reservada a los casos de reserva de servicios esenciales, siendo la categoría del servicio económico de interés general un concepto de mayor uso en la vida social y económica como consecuencia de los principios propios del Derecho Público Europeo.

 

Hoy, por todo ello, reaparece con toda su fuerza el Derecho Administrativo en la materia que nos ocupa, en forma de servicio económico de interés general o servicio de interés económico general: justamente la categoría, o categorías que utiliza el Derecho Comunitario Europeo para definir esta especial posición jurídica del Estado en relación con los antaño denominados servicios públicos.

 

Como es sabido, en los denominados servicios económicos de interés general la función de garante del Estado aparece en todo su vigor a través de las llamadas obligaciones de servicio público, entre las que el servicio universal es la más típica y característica y dónde mejor se contempla esa nueva función del Estado a la que vengo reiteradamente haciendo referencia.

 

Sin embargo, frente a los nostálgicos del servicio público, que son los mismos que nos han inundado de pesimismo enarbolando la bandera de la huida del Derecho Administrativo, me atrevo, con modestia, a afirmar que hoy asistimos a una vuelta al Derecho Administrativo, eso sí, desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario y a partir de la necesaria superación de apriorismos y prejuicios metodológicos del pasado. Hablamos de la vuelta a un Derecho Administrativo para el que lo decisivo no es tanto quien presta los servicios, sino que a través de ellos se mejoren las condiciones de vida de los ciudadanos. En este sentido, el Estado asume obligaciones esenciales como la verificación, supervisión y control de tales actividades a fin de garantizar estándares razonables en cuanto a la universalidad, asequibilidad y calidad de dichos servicios.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Sobre la desviación de poder

El cumplimiento de la finalidad de servicio objetivo al interés general es tan importante para la Administración que su conculcación es causa de la emergencia de una institución típica del Derecho Administrativo: la desviación de poder, que de acuerdo con el artículo 70 de la ley de la jurisdicción contencioso administrativa española de 1998 es el ejercicio de potestades administrativas para fines diferentes de los fijados por el Ordenamiento jurídico. En el precepto queda claro que la Administración ha de actuar siempre sometida al interés general pues este el interés general primario y constitucional que vincula el entero quehacer de la Administración pública. Los fines son los determinados por el Ordenamiento jurídico con arreglo a la realidad. Y el Ordenamiento jurídico estable como interés general amplio la consecución de los valores y parámetros propios del Estado social y democrático de Derecho, los derechos fundamentales de la persona entre ellos. La desviación de poder se refiere al ejercicio de potestades al margen del interés general en sentido amplio o desconociendo el interés general concreto. En todo caso, el desvío de poder o desvío de la finalidad atiende esencialmente a la consideración del fin, que es el interés general en su doble naturaleza. En este sentido, la figura en cuestión podría encajar para los supuestos en que la Administración, por acción u omisión, es lo mismo, no actuara, pudiendo, en favor de unas mejores condiciones de ejercicio de los derechos fundamentales de la persona.

 

En realidad, cuándo un juez o tribunal administrativo admite o confirma una desviación de poder, está reconociendo que el acto en cuestión ha sido dictado al margen del interés público concreto fijado en la norma del que trae causa dicho acto administrativo. Dicho de otro modo, el acto o la norma se han dictado lesionando el interés general, sea en su dimensión amplia, sea en su dimensión concreta. Esta operación de contraste jurídico que hace el juez o tribunal administrativo al analizar si el acto la norma son conforme con el interés general ínsito en la norma (reglamento o Ley según los casos) es la última fase del proceso de definición y aplicación del interés general y en ella debe apreciar el grado de adecuación a la juridicidad y al interés general.

 

Una cosa es la lesión del derecho fundamental de la persona, que tiene su concreto y específico régimen de protección jurisdiccional en los diferentes Ordenamientos, y otra distinta es una actuación, que, sin lesionarlo, no lo haya mejorado. Un caso que se entiende con facilidad lo encontramos en el marco de la protección social de los trabajadores. Ciertamente, una decisión administrativa que, pudiendo, porque existen condiciones objetivas para ello, mantenga unos niveles desproporcionadamente cicateros en el salario mínimo interprofesional, podría ponerse en conocimiento del Tribunal Constitucional porque podría mantenerse que, si se dan una serie de condiciones objetivas, cuantificables, que pudieran elevar un salario mínimo interprofesional especialmente, debería hacerse. No se trata de una decisión política, se trata de una decisión amparada en los principios de progresividad de los derechos sociales fundamentales. Principios que obligan a los Poderes públicos y que han de aplicarse en el marco de condiciones y parámetros de objetividad pues de lo contrario entraríamos al proceloso mundo de la arbitrariedad.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Estado y sociedad

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Las relaciones entre el Estado y la Sociedad y viceversa forma parte de uno de los debates más importantes de las Ciencia Política.  Si el Estado absorbe a la Sociedad, como parece derivarse de la interpretación hegeliana, entonces nos hallamos ante el paraíso socialista que plantea que es el Estado quien mecánica y automáticamente proveerá a todos de toda clase de beneficios y de bienestar para los ciudadanos. En caso, contrario, el Estado lo que debe hacer es crear las condiciones para que todos los ciudadanos puedan ejercer libre y solidariamente sus derechos fundamentales.

 

En realidad, desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, las relaciones entre Estado y Sociedad ni son de confrontación, ni se identifican por absorción. Son realidades distintas que operan en planos diferentes y que se complementan al servicio objetivo del interés general, o lo que es lo mismo, al servicio de los derechos fundamentales de la persona,

 

Conviene anotar en este punto que no es casualidad que Heller plantease por primera vez la dimensión social del Estado tratando acerca del Estado de Derecho y la dictadura fascista. Es más, si el Estado de Derecho se apoya, a modo de trípode, en el principio de separación de los poderes, en el principio de juridicidad y en el principio de la capitalidad de los derechos fundamentales de la persona, es lógico, hasta exigible, que en la misma definición del Estado de Derecho se encuentre la caracterización social. Por una razón que quizás hoy, en el siglo XXI, sea más evidente. Los derechos de la persona, aquellos derechos que son inherentes a la condición humana, deben permitir a cada ciudadano, por el hecho de serlo, realizarse libre y solidariamente. Ello no sería posible, de ningún modo, si no dispusiera de una serie de derecho humanos que supusieran en su misma configuración una serie de prestaciones del Estado para hacerlos efectivos. ¿Puede un ser humano vivir en condiciones de dignidad sin alimentación, sin vestido, sin vivienda, o, por ejemplo, sin acceder a la educación básica?

 

Por tanto, las relaciones entre Estado de Derecho y Estado social de Derecho, al menos a día de hoy, polémicas y problemáticas antaño, son más artificiales que reales. Por ejemplo, la crítica formulada en su día por Forsthoff acerca de la incompatibilidad profunda entre ambas cláusulas hoy no se sostiene. Como es sabido, el profesor alemán llegaría incluso a afirmar categóricamente que Estado social y Estado de Derecho son conceptos antagónicos. Parte, desde una posición demasiado teórica, de la idea de que el Estado de Derecho se funda sobre la idea de la abstracción y generalidad de la ley, mientras que los derechos sociales no se pueden establecer en una norma general abstracta, susceptible de aplicación, porque, por definición están en constante cambio y transformación y no pueden ser objeto de una norma general necesitada de aplicación. Es verdad que la fijación del contenido de las prestaciones ínsitas en los derechos fundamentales sociales puede cambiar continuamente en función del grado de bienestar social existente. Pero ello no impide, ni mucho menos, que se rompa la armonía esencial que existe entre Estado de Derecho y Estado social, al menos desde la comprensión del contenido básico del Estado de Derecho expuesto anteriormente.

 

Forsthoff entiende, y no le falta razón, que el Estado de Derecho en su configuración tradicional supone que existen derechos que el Estado debe respetar, espacios indisponibles para el Estado. En este modelo la nota característica sería la de limitación, la de pasividad. Sin embargo, en el Estado social, el Estado actúa, el Estado realiza prestaciones en favor de las personas con determinadas necesidades sociales. Por tanto, el mundo del Estado social es un mundo de leyes concretas y de acción administrativas frente al reino de lo general y abstracto que domina en el Estado de Derecho. Como la Constitución es, por esencia, una Norma general y abstracta, no puede entrar en regulaciones y concretas y específicas, que se dejan para el terreno de lo concreto, por lo que según el profesor alemán no son susceptibles, los derechos sociales de ser aplicados directamente.  Esta razón, que está en la base de la discusión de entonces, hoy realmente tiene poco sentido puesto que los derechos fundamentales sociales  también son derechos fundamentales de la persona y, por ende, susceptibles de aplicación inmediata y directa. Otra cosa son determinadas políticas públicas de orden social, no en esencia derechos fundamentales sociales.

 

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Libre participación

La participación, es gran directriz constitucional propia del Estado social y democrático de Derecho o es libre, o no es participación democrática. En efecto, en la libre participación encontramos un elemento central de la vida individual y social de los hombres y de las mujeres, un elemento que contribuye de forma inequívoca a definir el marco de las reformas a realizar desde la dimensión dinámica del Estado de bienestar, que lo que hacen, fundamentalmente, es poner en el foco de su atención a las mismas personas.

 

La participación, en efecto, supone el reconocimiento de la dimensión social de la persona, la constatación de que sus intereses, sus aspiraciones, sus preocupaciones, trascienden el ámbito individual o familiar y se extienden a toda la sociedad en su conjunto. Sólo un ser absolutamente deshumanizado sería capaz de buscar con absoluta exclusividad el interés individual. La universalidad de sentimientos tan básicos como la compasión, la rebelión ante la injusticia, o el carácter comunicativo de la alegría, por ejemplo, demuestran esta disposición del ser humano, derivada de su propia condición y constitución social.

 

Afirmar por tanto la participación como objetivo tiene la implicación de afirmar que el hombre, cada individuo, debe ser dueño de sí mismo, y no ver reducido el campo de su soberanía personal al ámbito de su intimidad. Una vida humana más rica, de mayor plenitud, exige de modo irrenunciable una participación real en todas las dimensiones de la vida social, también en la política.

 

Sin embargo, hay que resaltar que la vida humana, la de cada ser humano de carne y hueso, no se diluye en el todo social. Si resulta monstruoso un individuo movido por la absoluta exclusividad de sus intereses particulares, lo que resulta inimaginable e inconcebible es un individuo capaz de vivir exclusivamente en la esfera de lo colectivo, sin referencia alguna a su identidad personal, es decir, alienado, ajeno enteramente a su realidad individual.

 

Por este motivo la participación como un absoluto, tal como se pretende desde algunas concepciones organicistas de la sociedad, no es posible. De ahí que nos resulte preferible hablar de libre participación. Porque la referencia a la libertad, además de centrarnos de nuevo en la condición personal del individuo, nos remite a una condición irrenunciable de su participación, su carácter libre, pues sin libertad no hay participación.

 

La participación no es un suceso, ni un proceso mecánico, ni una fórmula para la organización de la vida social. La participación, aunque sea también todo eso, es más: significa la integración del individuo en la vida social, la dimensión activa de su presencia en la sociedad, la posibilidad de desarrollo de las dimensiones sociales del individuo, el protagonismo singularizado de todos los hombres y mujeres. Sin embargo, encontramos en nuestros sistemas con frecuencia aproximaciones taumatúrgicas a la participación. Es decir, se piensa, ingenuamente, por un lado, maquiavélicamente por el otro, que la participación existirá y se producirá en la realidad si es que las normas se refieren a ella. Sin embargo, a día de hoy se registra, es verdad, una proliferación de cantos normativos a la participación, que conviven, así es, con una profunda desafección y honda distancia de la ciudadanía respecto a la vida pública.

 

En efecto, aunque los factores socioeconómicos, por ejemplo, sean importantísimos para la cohesión social, ésta no se consigue solo con ellos, como puedan pensar los tecnócratas y algunos socialistas. Aunque los procedimientos electorales y consultivos sean llave para la vida democrática, ésta no tiene plenitud por el solo hecho de aplicarlos, como pueden pensar algunos liberales. La clave de la cohesión social, la clave de la vida democrática está en la participación de todos los ciudadanos en los asuntos públicos. Ni más ni menos.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana


Los Entes públicos territoriales

Hoy, las modernas tendencias de las ciencias sociales nos advierten, a pesar de lo que constatamos en la real realidad, acerca de la superación del pensamiento único, que tanto ha influido en el modo de acercarse al estudio de tantos conceptos e instituciones. Aplicándolo al tema de los gobiernos locales y autonómicos, podríamos señalar que los Entes territoriales locales se definen por contraposición con los autonómicos en tanto que la autonomía local supone un espacio de minusvaloración del sistema autonómico. En consecuencia, nos hallamos con que la necesaria revitalización de la dimensión local será abortada a partir del pensamiento único que pretende erigir a los Entes autonómicos como únicos depositarios de la autonomía real del pueblo que habita la Comunidad Autónoma, considerando a las Corporaciones locales prácticamente como instituciones enemigas en tanto que compiten en la gestión de servicios públicos en territorios más o menos coincidentes. Es decir, la autonomía local introduce un elemento de diferenciación que sería casi incompatible con la homogeneidad autonómica.

Nuestra Constitución ayuda a entender la funcionalidad y alcance de los Entes territoriales, la dimensión abierta, plural, dinámica y complementaria que rezuma su contenido. Porque, ¿cuál es el legado constitucional? Un amplio espacio de consenso, de superación de posiciones encontradas, de búsqueda de soluciones, de tolerancia, que, hoy como ayer, siguen fundamentando nuestra convivencia democrática.

Este espíritu de diálogo aparece cuando se piensa en los problemas de la gente, cuando detrás de las decisiones a adoptarse aparecen las necesidades y las aspiraciones legítimas de los ciudadanos. Sólo entonces se dan las condiciones que hicieron posible la Carta Magna: la mentalidad dialogante, el pensamiento reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia y la capacidad de conciliar y de escuchar a los demás; y, lo más importante, la disposición para empezar a trabajar juntos por la justicia, la libertad y la seguridad desde un marco de respeto.

Hoy, sin embargo, es evidente que el panorama social y político se ha alejado de aquel ambiente de concordia que hizo posible la Constitución de 1978. Por eso es preciso recuperar ese espíritu de acuerdo, asumiendo la necesidad de pensar menos en el poder y más en el bienestar de la gente. Así será más fácil hallar el necesario ambiente de equilibrio entre los Poderes territoriales desde el que, en el marco del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, se podrá servir con mayor objetividad al interés general y, por ende, a todos los ciudadanos. Algo, en estos tiempos inciertos, indispensable para el progreso social.

Jaime Rodriguez-Arana

@jrodriguezarana