7.000 millones de euros es la factura de la corrupción en los últimos tiempos. Según apuntan algunas informaciones publicadas en la prensa, el rosario de escándalos de todos conocidos suponen a las arcas públicas un quebranto de varios miles de millones de euros. Una suma de dinero que aplicada a políticas sociales podría ayudar a varios miles de personas a sacudirse parte de su desfavorable situación.
 
Es verdad que aunque la corrupción tenga una  elevada dimensión cuantitativa, no todos los políticos son corruptos. Por supuesto. Pero cada vez la ciudadanía percibe que más responsables públicos están involucrados en fenómenos de corrupción. El problema es complejo porque anida en la misma naturaleza humana. Siempre ha habido corrupción y siempre la habrá, al menos mientras no mude el chasis y la estructura del ser humano. Ello, sin embargo, no implica tolerar estos abusos o, lo que es peor, ampararlos. Hay que combatirlos y tomar medidas para que sea cada vez más difícil cometer actos de corrupción.
 
Una medida bien sencilla, al alcance de todas las fortunas, sin gran coste económico, y que sería aplaudida por los ciudadanos, es la implementación de la democracia interna en los partidos. También, desde luego, debería exigirse a quien se dedica a la cosa pública que tenga independencia profesional y económica. Si los políticos no se ocupan de las cosas de la gente, y sí de los deseos de los que mandan, mal asunto. Y si no tienen una actividad profesional estable, procurarán, como sea, haciendo lo que sea, hacer de la política algo estable.
 
Ambas medidas, de sentido común, no son, sin embargo, una realidad entre nosotros. Por la poderosa razón de que si se introdujeran gran parte de los políticos actuales tendrían que tomar las de Villadiego y, los otros, los que quedaran, someterse al escrutinio de la militancia. Y quien lleva años, décadas, manejando con astucia los asuntos públicos para permanecer siempre en la cúpula, es probable que no esté dispuesto a caminar por esta senda.
 
En mi opinión, es menester cambiar la ley de partidos políticos. Para que los cargos sean elegidos por sufragio directo y secreto de la militancia. Para que los candidatos a cargos electos sean elegidos también directamente por los militantes. Para que la financiación de los partidos proceda de la militancia en su mayor parte. Para que los cargos institucionales den cuentas periódicamente ante los militantes de las decisiones que toman. Para que se intensifiquen las relaciones entre electos y electores. Para que se consulten con la militancia las principales decisiones cuándo estas traigan consigo cambios en el ideario del partido.
 
En fin, hay que terminar con este putrefacto Estado de partidos, abrirlos a la sociedad, a la realidad, fomentar la democracia interna y que sean de verdad de los militantes, no de esas cúpulas a quienes no interesa más que estar y permanecer, a como de lugar, en el machito.
 
Hoy la población reclama cambios y transformaciones de calado en el sistema político. Un sistema que ha dejado de estar al servicio de los ciudadanos. Y para que vuelva a ser el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, es menester, y cuánto antes, asumir con valentía que hay reformas imprescindibles que se deben poner en marcha. Aunque supongan la salida de muchos dirigentes que llevan décadas encastillados en la poltrona. No podemos esperar más porque la sangría de miles de millones en el presupuesto público que trae consigo el actual sistema es, insoportable e inaceptable. Así de claro.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es