Los recientes acontecimientos de Cataluña invitan a reflexionar sobre el modelo de Estado territorial alumbrado en nuestra Constitución, sobre el denominado Estado de las Autonomías, como fue bautizado desde su puesta en mara hace casi ya cuarenta años. Por eso, cuando se discute sobre la naturaleza de nuestro Estado no se debe olvidar que ni el Estado regional ni el Estado federal son modelos puros que puedan utilizarse como arquetipos para contrastar con ellos nuestro Estado autonómico. España es sin duda, un Estado compuesto, pero de naturaleza peculiar, sin correspondencia con ningún otro de los que actualmente existe.
En este contexto, es necesario recordar que el Estado autonómico, evidentemente descentralizado, no deja de ser una variante concreta del Estado nacional cuya estructura y supuestos esenciales continuan respetando. Ello es así ya que por encima de las apariencias que acompañan a su organización descentralizada, persiste el mismo Estado nacional.
La descentralización política propiciada por el Estado autonómico intenta responder a determinadas demandas de autogobierno, junto a la construcción de nuevas bases de participación democrática y de pluralismo cultural.
En este sentido, es necesario reiterar que la afirmación de la identidad de las Comunidades de España, no tiene, ni mucho menos, que suponer la negación de la realidad integradora de España. Y también parece menester repetir, por lo tanto, que la afirmación de España no puede ser ocasión para menoscabo alguno de la identidad particular.
La obligación de las instancias públicas de preservar y promover la cultura de las nacionalidades y regiones no es un concesión graciosa del Estado, sino un reconocimiento constitucional, es decir, constitutivo de nuestro régimen democrático. Por tanto, los poderes públicos no deben ser indiferentes ante los hechos culturales diferenciales. Ahora bien, la interpretación de esa obligación debe hacerse tomando en consideración un bien superior que a mi entender fundamenta la construcción constitucional de una España plural, que no es otro que el de la libertad. Sólo en una España de libertades cabe una España plural. Si, las libertades son ante todo libertades individuales, de cada uno. Cualquier otra libertad será una libertad formal, o abstracta. Por eso la promoción de la cultura particular no podemos interpretarla sino como la creación de condiciones favorables para que los ciudadanos, libremente, la desarrollen, nunca como un imposición, ni como un proceso de incapacitación para el uso libre de los medios que cada uno considere oportunos para su expresión.
Es cierto que las Autonomías en cuanto que identidades colectivas con una personalidad propia manifiestan sus legítimas peculiaridades y singularidades que los usos políticos han denominado hechos diferenciales precisamente en la medida en que existen elementos comunes. Sin embargo, no me parece baladí señalar que la existencia de esas diferencias o singularidades, como se quieran llamar, provoca un enriquecimiento constante dinámico y permanente de ese conjunto que se llama Estado autonómico y en el que la potenciación de las distintas partes, mejora el conjunto, lo que es común.
En este marco, España constituye un magnífico espacio de solidaridad y convivencia siempre desde la plena aceptación de las diferentes autonomías que la integran en un ejercicio activo de compromiso en el respeto a dichas diferencias.
El profundo proceso de descentralización política que se ha realizado en España ha sido ocasión para que los partidos nacionalistas particularistas (no puede hablarse con propiedad de partidos nacionalistas españolistas) hayan invocado ese proceso como un camino abierto que desembocará en una nueva situación, que en Cataluña ha tomado forma de declaración unilateral de independencia y que no ha hecho más que despertar a la mayoría social silenciosa que asistía con pavor al proceso de secuestro de Cataluña por una determinada minoría.
Pues bien, la Constitución contempla un límite insalvable en el proceso descentralizador. Como es bien sabido, el constituyente dejó abierta la concreción de la distribución de competencias en los distintos ámbitos territoriales. Y lo hizo movido por la prudencia política, cuidando de señalar con precisión los límites del proceso autonómico, reafirmando la condición nacional de España. Esa reafirmación no se efectúa con la intención de subrayar una nacionalidad de carácter “étnico”, que obviamente no se da en España, sino con la de destacar la condición soberana del pueblo español, que abarca a todos los ciudadanos españoles sin distinción de ningún tipo.
La Constitución consagra un modelo nuevo de Estado, inédito en nuestra historia constitucional, que se caracteriza primariamente, más que por la distribución territorial del poder, por la afirmación rotunda de la libertad, la participación y el pluralismo, y la convivencia y la solidaridad, como valores superiores sobre los que articular el edificio constitucional.
El artículo 2 de la Constitución traduce ese reconocimiento de la identidad política de los pueblos de España al garantizar el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que integran la nación española, así como la solidaridad entre todas ellas, lo que se ha concretado, tras veinte años de desarrollo, en un modelo de Estado que goza hoy de una razonable consolidación y estabilidad como lo prueba la cantidad y calidad de las competencias asumidas. Es más, hoy podemos afirmar sin ningún rubor que otra de las grandes asignaturas pendientes de nuestra historia constitucional ha sido abordada con valentía y realismo. Nuestra Constitución ha supuesto un claro avance en el reconocimiento y protección de la diversidad del Estado español al establecer en su preámbulo la firme voluntad de “proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas, tradiciones, lenguas e instituciones”.
Es necesario, pues, apelar al consenso como metodología de desarrollo del Título VIII de la Constitución porque nos encontramos ante una cuestión de Estado, y en estos temas, hay que operar con sumo cuidado. Sobre todo porque la Constitución ha querido que el derecho al autogobierno se reconozca a la vez que la solidaridad entre todas las autonomías. Es cierto que las Autonomías en cuanto que identidades colectivas con un personalidad propia manifiestan sus legitimas peculiaridades y singularidades que los usos políticos han denominado hechos diferenciales precisamente en la medida en que existen elementos comunes.
En esa perspectiva es en la que hay que entender el proceso autonómico. De ahí que la descentralización no deba ser considerada una cesión forzada, sino una afirmación profunda de la libertad y el pluralismo de los españoles, un procedimiento eficaz para hacer efectivos márgenes más amplios de participación en la vida pública, y una garantía definitiva de la pervivencia y fortalecimiento de las diversas culturas que recíprocamente nos enriquecen. No se podría entender de otra forma la Constitución, y cualquier otra interpretación sería a nuestro juicio forzada y empobrecedora.
Conviene recordar, de cuando en cuando, el sentido constitucional de la descentralización política y territorial para reafirmarnos en que la senda del espíritu constitucional es el camino de la racionalidad y la concordia, mientras que el camino de la autodeterminación es el itinerario de la irracionalidad y la confrontación. Estos días lo hemos visto bien claro.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo
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