En tiempos de excepción, en que se suspenden derechos fundamentales, como la real realidad acredita, una forma de ejercer el control cuando el poder se esclerotiza, cuando se sirve sólo a sí mismo, reside en la preocupación central por cercenar al rival. Todos los días, con más o menos intensidad lo observamos, fundamentalmente desde el pensamiento único.
Es lógico que en la vida política se pretenda derrotar al adversario, sólo faltaría, pero la forma de hacerlo tiene que ser ganándole la partida en el aprecio de los ciudadanos, dando soluciones realistas, y también con los proyectos más ilusionantes. Lo que constituiría una negación del espíritu democrático sería pretender ganar a base de socavar el trabajo de los demás. Hoy, desde que empezó el Estado material de excepción, se constata a través de los medios adictos, de uno y otro lado.
La hegemonía política que siempre tendrá en un régimen democrático un carácter temporal, no debe encumbrase prepotentemente por verse establecida sobre un yermo de ideas y de proyectos políticos. Triste hegemonía, reinado de tuertos en un país de ciegos políticos. Tal situación es signo inequívoco de fragilidad democrática, lo que se traduce en debilidad de la libertad y de la participación, hoy tan patentes como reales.
El político, la política de verdad, deben jugar sus bazas, es obvio, pero no pueden estar pendientes sólo, por así decir, de romper el espinazo político del adversario. En la emergencia del adversario, el político, la política, en una democracia, más en situación de excepción, auténtico busca una respuesta más racional, más coherente, que vaya más allá y que deje en evidencia la precariedad, la debilidad o la insuficiencia, si existen, de determinados aspectos de la propuesta del contrario. Pero usar los medios adictos para laminar al adversario, no digamos controlando la información y eirgiéndose en el gran hermano que decide lo que es correcto o adecuado, es, sencillamente algo inaceptable en democracia por ser síntoma inequívoco de totalitarismo.
El juego democrático tiene componentes esencialmente competitivos, como sucede con la concurrencia electoral. La competitividad se manifiesta también en el trabajo de control -en el sentido de fiscalización- del Gobierno por la oposición. No es vana la afirmación de que un buen gobierno precisa de una buena oposición. Por eso tan nocivos son para el bien general el trabajo opositor de entorpecimiento del trabajo de gobierno -no ciertamente el de control del ejecutivo- que llegue a negar radicalmente la posibilidad de entendimiento, como el trabajo de gobierno que se dirija torcidamente a destruir la oposición o que sistemáticamente se imponga por mayorías mecánicas, o que no dé ocasiones a la oposición para sus aportaciones y cooperación.
Es verdad que estamos en una situación excepcional, pero eso no es óbice para que el solar democrático se convierta en una selva, carente de ética y de fair-play. Hoy, lo que vemos a diestra y siniestra es el reflejo de la ausencia de cualidades democráticas sólidas en gran parte de nuestros políticos, más preocupados de la imagen y de la propaganda que de defender, proteger y defender los derechos de los ciudadanos, en especial, en este tiempo, el derecho a la salud de los infectados y, sobre todo, de los médicos y demás personal sanitario.
La clave, en mi opinión, también en la crisis del COVID-19, vuelve a estar, como en tiempos anteriores, y probablemente posteriores, en la actitud que define una de las coordenadas de la acción política moderada: la solidaridad que busca ámbitos de convivencia y de cooperación, lo que supone aceptar previamente el pluralismo social, refrendado por una acción política que persigue ampliar los campos de la libertad y de la participación. Hoy, el canismo y maniqueismo reinante, fruto de la mediocridad dominante, reclaman otra forma de hacer y de estar en política y en cualquier actividad humana. Nos lo merecemos y, desde luego, hemos de exigirlo, hoy más que nunca.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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