No hay que ser un lince para comprender el alcance de la ecuación corrupción política-desafección ciudadana. Cuando el gobierno en el sector público, y también en el privado, se conduce con arreglo a exigentes parámetros materiales de ética, el grado de confianza y fiabilidad en las instituciones y corporaciones es proporcional a tales comportamientos, y viceversa. Es decir,  cuándo, como es el caso, la corrupción campa a sus anchas, el grado de desafección sube como la espuma, como reflejan las encuestas y sondeos en este tiempo, vengan de donde vengan y las confeccione tal o cual empresa o institución oficial.
La corrupción, es sabido,  preocupa  también a los dirigentes europeos y por eso en marzo de este año hicieron público un informe demoledor que para el caso español resulta especialmente preocupante y, varios meses después, confirmado en la realidad. ¿Qué se puede esperar de un país en el que, con razón o sin ella, la población piensa en su inmensa mayoría, nada menos que hasta el 95% de los consultados, que la corrupción es general?.
Tal situación debería aconsejar que los principales dirigentes sociales, no sólo los de la cosa pública, se sienten a hablar en profundidad de la situación para preparar cambios sustanciales en la ordenación de la política, de la sociedad  y de la economía. Unas transformaciones que deben ser adecuadas a la magnitud de un problema que empaña el buen nombre de nuestro país y que indigna, y de qué forma, a los ciudadanos. Hasta el punto de que el propio presidente del gobierno ha tenido que pedir disculpas a los españoles ante tamaños desmanes.
Así las cosas, es lógico que la ciudadanía de las espalda a las instituciones que considera más desprestigiadas, los partidos políticos,  así como a las personas que los lideran. El grado de conquista partidaria de las instituciones, durante años,  clama al cielo como el sinnúmero de adeptos y afines colocados en tantas organizaciones públicas y privadas.
La  ex Comisaria de Interior de la UE, la sueca Cecilia Malmstrom, responsable del reciente informe sobre la corrupción en Europa publicado en marzo, señalaba  sin tapujos que la corrupción mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y en el Estado de Derecho, causa daños a la economía  y priva a los Estados de unos ingresos que les son muy necesarios. ¿Qué serían las políticas sociales si por ejemplo en España se dispusiera de esos 40.000 millones de euros en que se calcula la depredación que provoca, según estudios universitarios, la corrupción?. ¿No se podría, de verdad, con semejante suma de dinero, contribuir a paliar los daños que los ajustes están ocasionado a los más débiles, a los más indefensos?. Pues bien,  a pesar del sufrimiento de tantos millones de ciudadanos, según este informe, se calcula que los corruptos se llevan el 25% de la contratación pública. Estos días, hemos comprobado en España, a reserva de la presunción de inocencia, claro está, como una determinada organización presuntamente mafiosa, se aplicaba a la tarea.  Por eso se explica que tanta gente desconfíe, y mucho, de la política y de los políticos. Se lo han ganado a pulso y a pulso deben asumir las consecuencias.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es