No hay que ser un lince para comprender el alcance de la ecuación corrupción-desafección. Cuando el gobierno en el sector público, y también en el privado, se conduce con arreglo a exigentes parámetros materiales de ética, el grado de confianza y fiabilidad en las instituciones y corporaciones es proporcional a dichas prácticas. Y cuándo, como es el caso, la corrupción campa a sus anchas, el grado de desafección sube como la espuma.
La corrupción preocupa a los dirigentes europeos y por eso acaban de hacer público un informe demoledor que para el caso español resulta especialmente preocupante. ¿Qué se puede esperar de un país en el que, con razón o sin ella, la población piensa en su inmensa mayoría, nada menos que hasta el 95%, que la corrupción es general?.
Si estos datos fueran veraces los principales dirigentes sociales deberían urgentemente sentarse y hablar en profundidad de la situación para preparar cambios sustanciales en la ordenación de la política y de la economía. Unas transformaciones que deberían ser adecuadas a la magnitud del problema. Un problema que va a más y que lamentablemente hasta el momento no ha sido capaz de movilizar a los responsables sociales para acordar medidas proporcionadas al calibre de la situación en la que vivimos.
Así las cosas, es lógico que la ciudadanía de las espalda a las instituciones que considera más desprestigiadas así como a las personas que las lideran. El grado de conquista ideológica y partidaria de las instituciones clama al cielo como el sinnúmero de agentes colocados sin rubor hasta la última de las más elementales asociaciones del entramado social. Una sociedad impotente y sin recursos cívicos que es pastoreada sin el menor problema por estos pastores especializados en manipulación y control social.
La Comisaria de Interior de la UE, la sueca Cecilia Malmstrom, responsable del reciente informe sobre la corrupción en Europa, señala sin tapujos que la corrupción mina la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas y en el Estado de Derecho, causa daños a la economía europea y priva a los Estados de unos ingresos que les son muy necesarios. ¿Qué serían las políticas sociales si por ejemplo en España se dispusiera, a mayores, de 40.000 millones de euros?. ¿No se podría, de verdad, con semejante suma de dinero, contribuir a paliar los daños que los ajustes están inflingiendo a los más pobres, a los más indefensos?. Pues bien,  a pesar del sufrimiento de tantos millones de ciudadanos, según este informe, se calcula que los corruptos se llevan el 25% de la contratación pública.  Así, claro, se explica que tanta gente desconfíe, y mucho, de las terminales desde las que operan semejantes personajes. Yo también, por supuesto.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es