El reciente informe de la Comisión de la Unión Europea sobre la corrupción refleja una realidad que a pesar de los pesares ha crecido en los últimos años en términos generales. Los controles no funcionan porque son formales y residen en entes o personas dependientes de las autoridades que deben ser controladas. El compromiso real con la mejora de las condiciones de vida de las personas y con el servicio objetivo al interés general que debiera distinguir la actividad de los políticos suele ser más retórico que real porque lo que importa en definitiva en mantenerse y conservar el poder a toda costa.
La corrupción es una realidad, nos guste más o nos guste menos. Es una realidad que en unos países tiene más extensión y en otros menos, aunque en Europa presenta un inquietante crecimiento justo en estos años de crisis económica y financiera. Normalmente, la emergencia de la corrupción pública suele ser el trasunto de la corrupción social y personal, puesto que la corrupción no la cometen los edificios públicos o los actos administrativos, sino las personas que representan instituciones públicas o que dictan actos administrativos.
Así las cosas, las causas que podemos encontrar en el trasfondo de la desnaturalización del poder público, que es lo que esencialmente es la corrupción, son de muy diversa procedencia. Hoy, me voy a concentrar en la existencia de una peculiar manera de entender el poder. Me refiero a la existencia y ejercicio de la versión autoritaria del poder, sea a nivel social o a nivel institucional. Esta forma de entender y ejercer el poder supone que su titular impide la operatividad de mecanismos de participación y pretende, a través de él, ahormar y dominar la realidad. Es un poder de dominio que busca, de forma más o menos sutil, controlarlo todo. A la vez, elude cualquier control y la rendición de cuentas no tiene cabida, o si la tiene es puramente formal, al igual de los controles que se puedan establecer.
Desde la perspectiva social, el poder autoritario, cada vez más extenso, es materialmente compatible, vaya si lo es, con la democracia, porque cuándo se produce se evita el equilibrio y el control de poderes entre el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, algo desgraciadamente frecuente en algunas latitudes. En estos casos, ni hay rendición de cuentas real, ni los ciudadanos controlan socialmente al poder.
Desde la perspectiva institucional, el poder autoritario puede convivir con sistemas formales de rendición de cuentas y con una participación ciudadana que he denominado vertical o dirigida.
El autoritarismo es una enfermedad de nuestro tiempo. Quizás los procedimientos abiertamente dirigidos y verticales no existan como tales. Pero sí que abunda una siniestra tendencia al control y la manipulación social, una sinuosa forma de ejercicio del poder dirigida a la perpetuación en el mismo. Allí ni hay transparencia, todo lo más, una oscura manera de provocar la sumisión y el vasallaje desde la que se teje una amplia y vasta estructura de corrupción que hoy crece y crece sin parar. Hasta que el pueblo despierte y asuma su posición principal en el sistema político, cosa que debiera acontecer más pronto que tarde. De lo contrario, seguiremos en lo que estamos: infinitos controles formales y ausencia de control real.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.