Es verdad que en Europa el compromiso partidario ha descendido alarmantemente. En el Reino Unido, por ejemplo, desde la década de los ochenta hasta ahora los partidos cuentan con ¾ menos de militantes. En Francia apenas el 1 % de la población milita en un partido político mientras que en España según una de las últimas entregas del CISS el 2.5 % de los españoles están afiliados a una formación política. Son datos que explican la realidad por si sola y que demuestran la profunda despolitización de las bases de los partidos tradicionales.

A menos democracia interna en los partidos menor preocupación de los dirigentes por la mejora de las condiciones de vida de la población. Por eso, qué importante es que se abran las ventanas de los partidos y entre el aire fresco de la realidad, de la competencia profesional, del compromiso social, de la búsqueda de soluciones reales a los problemas colectivos de la ciudadanía. Mientras estas organizaciones sigan férreamente cerradas en torno a liderazgos personales, la desafección irá en aumento y, consiguientemente, la desconfianza, hoy muy alta en España, hacia el sistema político seguirá creciendo exponencialmente.

Los partidos buscan el poder para gobernar de acuerdo con un conjunto de ideas que defienden porque están convencidos que son las mejores para el progreso de la sociedad y para un mejor ejercicio de las libertades por los ciudadanos. Los partidos, como cualquier organización, por el hecho de constituirse, adquieren el compromiso de luchar por la consecución de sus fines propios. Fines que se orientan hacia la búsqueda del poder como medio para aspirar a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos, especialmente de los más desfavorecidos.

Ahora bien, cuándo la finalidad de la actividad no reside en el servicio o en los bienes que se ofrecen, sino que se instala en el bien de la propia organización y de sus dirigentes o colaboradores, entonces el partido se desnaturaliza y se acaba convirtiendo en la excusa para que un determinado grupo intente dar rienda suelta a su deseos de mando y de poder absoluto.. Cuándo tal cosa acontece en las organizaciones, sean públicas o privadas, los resultados son manifiestos y casi, casi, pueden adivinarse. Las organizaciones se burocratizan porque la propia estructura se convierte en el fin y los aparatos se convierten en los dueños y señores de los procesos, hasta el punto de que todo, absolutamente todo, ha de pasar por ellos instaurándose un sistema de control e intervención que ahoga las iniciativas y termina por laminar a quienes las plantean.

En estos casos, nos encontramos ante partidos cerrados a la realidad, a la vida, prisioneros de las ambiciones de poder de un conjunto de dirigentes que han decidido anteponer al bienestar general del pueblo su bienestar propio. Se pierde la conexión con la sociedad y, en última instancia, cuándo no hay un proyecto que ofrecer a la ciudadanía más que la propia permanencia, el centro de interés se situará en lo que denomino control-dominio que, además de ser la garantía de supervivencia de quienes así conciben la vida partidaria, constituye una de las formas menos democráticas de ejercicio político. La autoridad moral se derrumba, la gente termina por desconectar de los políticos, se pierde la iniciativa, el proyecto se vacía y la organización ordinariamente se vuelve autista, sin capacidad para discernir las necesidades y preocupaciones colectivas de la gente, sin capacidad para detectar los intereses del pueblo. Algo que, a juzgar por la opinión general que la gente tiene de la política y de los políticos, no parece muy lejano de la realidad que nos rodea.

Por el contrario, una organización pegada a la realidad, que atiende preferente y eficazmente a los bienes que la sociedad demanda y que permitirá probablemente hacerla mejor, es capaz de aglutinar las voluntades y de concitar las energías de la propia sociedad. Estos partidos, así configurados y dirigidos, atienden a los ámbitos de convivencia y colaboración y escuchan sinceramente las propuestas y aspiraciones colectivas convirtiéndose en centro de las aspiraciones de una mayoría social y en perseguidora incansable del bien de todos. Esto es, en mi opinión, ocupar el centro social o, si se quiere, centrarse en el interés social, no simplemente en el interés de una determinada mayoría, o minoría, social por importante o relevante que esta sea. Acontece tal situación en este tiempo en el que se tolera la dictadura de una minoría sobre la mayoría por la sencilla razón de que el partido que sostiene al gobierno no ve más que por la mirilla del control y el deseo de laminación del adversario.

Si los partidos quieren que la gente preste más atención a los asuntos públicos, han de superar la perspectiva tecnocrática, hoy mayoritaria,  y descender  al ruedo, a la calle, a hablar realmente con la gente, a escuchar al pueblo y, sobre todo, a recuperar la dimensión humana en la solución de los problemas. Sobre todo en un mundo en el que las ideologías cerradas han fracasado y en el que es menester colocar, con todas sus consecuencias, la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales como piedra angular del orden social, político y económico. Los partidos, que son tan importantes en la vida democrática, si quieren colaborar a esta tarea, han de hablar entre ellos para acordar reformas imprescindibles al día de hoy.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana