El ambiente general, con honrosas excepciones, de pérdida de cualidades democráticas para el ejercicio político, reclama un comentario y una meditación sobre la necesidad de renovar el sentido de la vida democrática entre nosotros. Se constata mes a mes en los sondeos y encuestas sobre de opinión pública cuándo se pregunta a la población por los problemas más graves que percibe en la vida social. Y, sin embargo, muchos políticos siguen erráticamente escapando de los debates argumentados refugiándose en la descalificación, en las etiquetas y, es lo más grave, en la ausencia de reflexión. En la fallida investidura lo hemos vuelto a comprobar.
En efecto, de un tiempo a esta parte asistimos, por mor del imperio del pensamiento ideológico, bipolar, a un conjunto de polémicas que, siendo legítimas y necesarias desde el punto de vista de la confrontación de ideas y proyectos, esencia y columna vertebral de la democracia, al pasar al terreno personal dan lugar a un penoso espectáculo cainita, propio de tiempos pasados que no debieran regresar. Probablemente, una parte de la responsabilidad la tiene quien siembra odio y resentimiento, quien fracciona y divide, quien cierra puertas y abre heridas, quien renuncia al debate de ideas y se concentra en la manipulación y en la provocación. Otra parte de culpa seguramente la tiene quien se deja llevar por la provocación y enciende a la población con arengas y soflamas también propias de otros tiempos. Es decir, los adversarios políticos, o tantas veces algunos correligionarios, pasan a ser enemigos a los que hay que liquidar políticamente a cómo de lugar, al precio que sea, utilizando los medios adecuados para tal fin. Algo, por otra parte, muy pero que muy antiguo, como la condición humana prácticamente.
La razón de tal actitud hay que buscarla en la consideración cerrada y estática del poder. El poder, según los nuevos maquiavelos de moda, es el medio para cercenar al rival. En democracia es lógico que se pretenda ganar al adversario, pero la forma de hacerlo ha de ser venciéndole en las ideas y en el aprecio de los ciudadanos a partir de proyectos ilusionantes capaces de movilizar una mayoría social que percibe nuevas formas de generar espacios para la mejora de sus condiciones de vida y un claro compromiso con una rectoría de la cosa pública desde parámetros de servicio objetivo al interés general. En este sentido, constituye una negación del espíritu democrático, sería pretender ganar a base de socavar el trabajo de los demás, algo que, por otra parte, no parece extraordinario en el maniqueo ambiente político que nos ha tocado en suerte en este tiempo.
Los políticos han de jugar sus bazas, es obvio, pero no pueden, ni deben, estar únicamente pendientes, como ahora acontece, de romper el espinazo político del adversario, dentro o fuera de su formación, al que hoy se considera lamentablemente enemigo. En la emergencia del adversario, el político auténtico siente el acicate para buscar una respuesta más honda, que vaya más allá y que deje a la luz la precariedad, la debilidad o la insuficiencia de determinados aspectos de la propuesta del contrario.
Ciertamente, el juego democrático tiene aspectos competitivos, como sucede en la concurrencia electoral. La concurrencia se manifiesta, cómo es lógico, en el trabajo de control del ejecutivo por la oposición. Por eso, esa frase tan manida de que un buen gobierno requiere una buena oposición explica que sea tan perjudicial para el bien general una oposición obstruccionista y entorpecedora de la acción de gobierno, alejada del control y de la propuesta de alternativas que niegue radicalmente la posibilidad de entendimiento en lo asuntos de interés general, cómo un gobierno que se dirija torcidamente a destruir a la oposición o que sistemáticamente se imponga por la fuerza de los voto, sin dar opciones a los adversarios políticos para poder atender las aportaciones razonables que mejoren las condiciones de vida de la gente.
Hoy, en España, a pesar de la crisis en que estamos sumidos, y de disponer de una magnífica oportunidad para buscar alianzas y pactos de Estado que nos permitan a todos salir adelante, seguimos presos de ese lamentable pensamiento ideológico que ciega e impide a unos y otros reconocer las buenas decisiones o las buenas propuestas. En fin, si preguntáramos la opinión de los españoles sobre el espectáculo de estos días, y se dieran cifras reales, constataríamos una vez más lo que piensan los españoles de la política y de los políticos. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo