Estos años de principios de siglo, sobre todo a partir de 2007, pasarán a la historia de  la humanidad  probablemente como ejemplo de la desnaturalización de un sistema político, social, económico  y financiero que  terminó por olvidarse de lo más fundamental: la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos. Todo por complacer  para complacer a los auténticos dueños del poder global.
En efecto,  el Estado social y democrático de Derecho se ha convertido en el Estado de los partidos y en el Estado de los poderes financieros. La alianza entre estos poderes, con el concurso y la complicidad de los poderes mediáticos, ha conseguido su objetivo de dominación, proporcionando, además,  la gran coartada para el despegue, una vez más en la historia de la humanidad,  de la demagogia, el populismo y el espíritu revolucionario. El 25 M lo ha demostrado para quien quiera leer con inteligencia los resultados de las elecciones europeas.
El proceso de vaciamiento sustancial y material de la democracia es de manual.  La democracia, que ante todo y sobre todo, es el gobierno del pueblo, por y para el pueblo,  ha quedado presa de los procedimientos, de unas formas que son hábil y sutilmente manejadas, nunca mejor escrito, por esos expertos en un interés general, que jamás concretan ni argumentan.
El sistema económico y financiero ha sido secuestrado por unas minorías. En efecto, el mundo de la economía y las finanzas, se mueve al ritmo de ese tan peligroso como antisocial: hay que ganar cuanto más mejor en el más breve plazo de tiempo posible. Junto a esta máxima que se sigue a pies juntillas, los poderes políticos se han lanzado a la caza y  captura del voto a como dé lugar con la finalidad de conservar, mantener, y si es posible, incrementar un poder que se concibe como instrumento de control y manipulación social.
Al final, la vieja y enferma Europa, borracha de éxito económico y financiero, terminó, a través de los representantes de estas tecnoestructuras  por horadar los cimientos de un Estado de bienestar que se ha desnaturalizado al servicio de unos pocos mientras crece la desigualdad a marchas forzadas y crece, obviamente, el número de personas que se encuentran en el umbral de la pobreza.
Nada menos que 115 millones de personas en Europa se encuentran en riesgo de pobreza y exclusión social, sin contar los 100 millones que están a punto de traspasar es dolorosa frontera. Los datos, para quien los quiera examinar, los ofrece Eurostat en general  y país a país. Entre ellas se encuentran muchas personas de clase media o media-baja que han sido despedidas de sus trabajos en estos años de aguda  crisis general que se ha cernido sobre el llamado mundo occidental.
El Estado de bienestar, una de las mejores conquistas de la justicia social que imaginar se pueda, ha caído estrepitosamente por la pésima gestión y administración de estos años. La ausencia de rigor en las cuentas públicas se ha debido, entre otras causas, a que muchos dirigentes, de uno u otro color político, confundieron medios con fines. En lugar de atender objetivamente al interés general, al interés de todos y cada uno de los ciudadanos en cuanto miembros de la comunidad, se atendió, y de qué manera, a los deseos de mando y enriquecimiento de no pocos  integrantes de las tecnosetructuras, adeptos incluidos. Afloró el fraude en muchas prestaciones sociales, se incrementaron exponencialmente todo tipo de estructuras y organizaciones para proporciona acomodo a legiones de afines y se recurrió al endeudamiento como forma ordinaria de financiamiento de servicios “públicos” de toda clase y condición con el fin de controlar la sociedad. El interés general se confundió con el interés particular. Los resultados de tal proceder no podían ser otros. Unos, los menos, tienen más, cada vez más y otros, los más, tienen menos, cada vez menos.
Los partidos políticos, unos más que otros ciertamente, se aplicaron al dominio social cargándose en su raíz el principio de la separación de poderes. El poder judicial se convirtió, sobre todo en las más altas magistraturas, en la prolongación de determinadas opciones  partidarias y el poder legislativo en una institución al servicio del poder ejecutivo. Los entes reguladores y la llamada administración independiente  acabaron por convertirse a la docilidad y a la sumisión abdicando de la racionalidad y objetividad que le son propias.
En este estado de cosas, se olvidó la relevancia del pensamiento crítico, se mercadeó con los más fundamentales de los derechos humanos y se condenó a relevantes mayorías de ciudadanos al ostracismo y a situaciones sociales desconocidas. Las consecuencias de tales políticas están a la vuelta de la esquina y en este tiempo son bien explícitas. Una crisis moral de incalculables proporciones que en modo alguno se arregla con medidas económicas. La economía y las finanzas claro que merecen una reforma, y de calado. Pero lo más importante, sin duda, es la devolución al pueblo de su posición central en el sistema.
La democracia no es sólo procedimientos. La democracia precisa vitalidad, que corra la sangre de la participación y la libertad por sus venas.  Y hoy la participación de la ciudadanía se reduce a ir cada cierto tiempo a votar. Últimamente más de la mitad no participa (el 55% en las europeas del 25M). Por eso, la gran asignatura pendiente de este tiempo es democratizar esta democracia, desmercantilizar el mercado y, sobre todo, garantizar que la dignidad del ser humano y sus derechos inviolables vuelven a ocupar el centro del sistema político. El camino es arduo y exigirá de dirigentes políticos y empresariales un compromiso con el interés general a la altura de las circunstancias. El aviso del 25-M es claro y el inicio del reinado de Felipe VI bien podría ser el inicio de un profundo impulso reformista. Veremos.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es