El nuevo Derecho Administrativo que emerge de la cláusula del Estado social y democrático de Derecho está demostrando que la tarea que tiene encomendada de garantizar y asegurar los derechos fundamentales de los ciudadanos requiere de una suerte de presencia pública, quizás mayor en intensidad que en extensión, que confirma la esencia del Derecho Administrativo como Derecho del poder público para promover la dignidad humana.

En esta línea, la consideración de los derechos fundamentales sociales, categoría distinta a la de los principios rectores de la política social y económica, reclama, ahora más que nunca, la construcción de un Derecho Administrativo Social que esté en las mejores condiciones de expresar su compromiso con la dignidad del ser humano, especialmente de quienes están excluidos, marginados o apenas se valen por sí mismos para una vida digna.

Es más, si no se produce esta proyección de las bases constitucionales del Estado social y democrático de Derecho sobre el entero sistema del Derecho Administrativo, seguiremos debatiéndonos en continuas contradicciones. Contradicciones y polémicas que se podrían superar si decididamente nos atrevemos a transformar la urdimbre, las formas de nuestro Derecho Administrativo, insuflando en ellas, en sus categorías e instituciones, la sabia nueva del Estado social y democrático de Derecho. La tarea es clara, pero las dificultades son máximas puesto que todavía perviven inercias y frenos que no dejan crecer la buena hierba que hoy el modelo constitucional ha sembrado en todo el Ordenamiento jurídico.

De un tiempo a esta parte, es verdad, observamos notables cambios en lo que se refiere al entendimiento del interés general en el sistema democrático. Probablemente, porque según transcurre el tiempo, la captura de este concepto por la entonces emergente burguesía- finales del siglo XVIII, principios del siglo XIX,- que encontró en la burocracia un lugar bajo el sol desde el que ejercer su poder, lógicamente ha ido dando lugar a nuevos enfoque más abiertos, más plurales y más acordes con el sentido de una Administración pública que, como señala el artículo 103 de nuestra Constitución “sirve con objetividad los intereses generales”.

Es decir, si en la democracia los agentes públicos son administradores y gestores, no titulares o dueños, de funciones de la colectividad y ésta está convocada a participar en la determinación, seguimiento y evaluación de los asuntos públicos, la necesaria esfera de autonomía de la que debe gozar la propia Administración ha de estar empapada de esta lógica de servicio objetivo y permanente a los intereses públicos. Y las personas al servicio de las Administraciones públicas, a su vez, deben abrirse, tal y como ha establecido el Tribunal Constitucional en su sentencia de 7 de febrero de 1984, a los diversos interlocutores sociales, en un ejercicio continuo de diálogo, lo cual, lejos de echar por tierra las manifestaciones unilaterales de la actividad administrativa, plantea el desafío de construir las instituciones, las categorías y los conceptos de nuestra disciplina desde nuevos enfoques bien alejados del autoritarismo y el control del aparato administrativo por los que mandan en cada momento.  Hoy, desde luego, aprovechando la pandemia, cada vez más presentes entre nosotros.

 

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana