La crisis económica y financiera, también política, está provocando agudas reflexiones acerca del papel y funcionalidad del estado y del mercado. Parece claro, al menos para los reformistas, que tras la constatación del descalabro general de estos años  las cosas tienen que cambiar, y mucho. Los fundamentos del sistema político y económico deben revisarse porque el edificio se tambalea y amenaza con una estrepitosa caída si no se ponen unas bases firmes.
En efecto, tanto el orden político como el económico-financiero precisan de una profunda labor de humanización en la que la persona, su excelsa dignidad  y sus derechos fundamentales,  vuelvan a brillar con luz propia.
En el terreno político precisamos abrir la estructuras partidarias a las personas, conformarlas de abajo arriba para evitar que sigan secuestradas por minorías tecnoestructurales que las han convertidos en poderosas maquinarias para el mantenimiento y conservación del poder.
En el ámbito económico, es momento de superar las perspectivas utilitarias y formalistas que conciben la empresa como estructura de pensamiento único. Los resultados del balance de una empresa normalmente reflejan datos acerca de ingresos,  gastos,  beneficios y  pérdidas. Si hay beneficios, todo va bien. Los beneficios todo lo justifican, incluso los más lacerantes atentados a los derechos humanos. Me refiero, como comprobamos todos los días, en unas latitudes más que otras, en algunos países de forma más o menos grosera, a  los casos de explotación, trabajo infantil,  atentados al medio ambiente, desprotección de la maternidad, aumento del paro,  salarios injustos, etc. Hoy en día, salvo raras excepciones, estos conceptos, tan importantes, o no se miden o tienen un valor relativo, condicionado a la gran máxima de la obtención de los mayores beneficios posibles en el menor plazo de tiempo.
Pues bien, en este contexto resultan pertinentes las investigaciones del profesor austríaco Christian Felber acerca de lo que denomina economía del bien común. Una doctrina fundamental, que trae causa me parece de la economía social de mercado,  para reconstruir el mundo de la empresa, también de la política, desde los postulados del humanismo cívico. ¿Qué pasaría, por ejemplo, si las principales compañías del mundo tuvieran que ser evaluadas en punto al grado de humanización y mejora de las condiciones de vida de sus empleados, sobre la protección del medio ambiente, sobre las relaciones con los proveedores, sobre su contribución al empleo o a la justicia social…?.
El profesor Felber, que parte de la centralidad de la persona, piensa que sería buena cosa, y no le falta razón, auditar también la realidad económica a partir de parámetros y cánones humanitarios. Se trataría de un análisis en el que intervendrían todos los actores. Empleados, usuarios, clientes, accionistas, proveedores, directivos. Felber lo denomina, en términos generales, auditoría del bien común y tiene una componente de orden constitucional y otra de dimensión más concreta. En la evaluación constitucional se trataría de conocer si los principales valores constitucionales del Estado de Derecho: dignidad del ser humano,  solidaridad, sostenibilidad ecológica, efectividad de los derechos humanos, transparencia o pluralismo,  se fortalecen en la vida económica. Y en la auditoría sobre el terreno, se trataría de analizar la calidad humana de la empresa.
Tales evaluaciones serían expresadas en términos cuantitativos, de manera que cualquier ciudadano antes de consumir productos elaborados por tal o cual empresa tendría la información pertinente acerca del grado real de compromiso de tal o cual compañía con los principales valores humanos.
Esta propuesta, de poderse llevar a cabo, debería sustituir a la RSC, hoy, después de la fiebre  de años atrás, convertida en un barniz con el que algunos empresarios o directivos pretenden edulcorar su conciencia social ante prácticas inconfesables. En cambio, un chequeo al bien común en el desarrollo y gestión de la empresa podría, si se hace bien, proyectar hacia el exterior, hacia los consumidores, el grado real de compromiso social que caracteriza a las compañías. Algo bien relevante e importante que la RSC, a la vista está,  no ha conseguido probablemente por haberse mutado en una construcción más,  tan formal como superficial. La economía del bien común, si se concreta de forma equilibrada y saca a flote la realidad de las empresas, puede hacer mucho en favor de una nueva forma de concebir la actividad económica. Muchísimo.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es