Una de las polémicas políticas más interesantes a las que podemos asistir en estos momentos es la de la función del Estado, más concretamente, la supuesta crisis del llamado Estado del Bienestar. O lo que es lo mismo, la crisis de los intervencionismos, de esos sistemas que todo lo fían a la acción benefactora, mágica, del gasto público y de la burocracia como fuentes de solución de todos los problemas.
Para unos, el Estado es, en clave hegeliana, la misma y genuina encarnación del deber ético y para otros, formados en los postulados más radicales de la Escuela de Chicago, en el mercado y sólo en el mercado está solución. Quizás, lo más razonable sea  huir de los extremos y acercarnos desde la razón a la realidad.
Pregunta: ¿Por qué ha entrado en crisis esta forma de entender las relaciones Estado-Sociedad?. Me parece que, entre otras razones, porque el Estado, en especial sus gobernantes, que deben estar  al servicio objetivo del interés general, del bienestar general e integral de todos los ciudadanos, se olvidaron,  no pocas veces, de los problemas reales de la gente.  Pensaron que la acción pública encierra en sí misma un efecto taumatúrgico que todo lo transforma en justo, igual y benéfico, especialmente para los desfavorecidos y excluidos del sistema. Las cosas, sin embargo, no ocurren así. Edgar Morín demostró décadas atrás que los servicios sociales franceses no eran más eficaces por más funcionarios o gasto público que se destinara a esta gran tarea. La clave estaba en que no se pensó en cómo se podía atender humanamente a estas personas ni se diseñaron políticas públicas realistas y profundamente humanas. En el mismo sentido, recuerdo la amarga queja de Jospín cuándo fue apartado en primera vuelta de las presidenciales francesas no hace tanto. Entonces, recién caído en la batalla electoral presidencial, siendo todavía primer ministro proclamó con amargura: nos hemos matado por el interés general, sólo que no hablamos con la gente sobre ello.
 
La reforma del Estado actual hace necesario colocar en el centro, en el corazón de su ser a las personas, a los ciudadanos corrientes, de carne y hueso. Es menester pensar más en las personas, no en ese concepto abstracto de ciudadanía que a nadie representa como no sea a la casta dirigente.
En efecto, es necesario tener más presente en la actividad pública la preocupación por las personas, por sus derechos,  por sus aspiraciones,  por sus expectativas,  por sus problemas,  por sus dificultades.
El modelo de Estado del Bienestar que llamo estático acabó por ser un fin en sí mismo, como el gasto público y la burocracia. Se olvidó de su finalidad constitutiva y acabó siendo el mayor enemigo de las personas.
Hoy, sin embargo, desde una perspectiva abierta, plural, dinámica y complementaria del interés general vinculado a la promoción y garantía de los derechos de las personas, el modelo del Estado de bienestar dinámico se nos presenta como una oportunidad para la libertad solidaria de los ciudadanos, no como una forma de control y dependencia de los ciudadanos.  Ahora los ciudadanos son más sensibles, por estar inmersos en su mayoría en una crisis general, a estas formas de dominación. Ahora quieren nuevos planteamientos y nuevos protagonistas.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana