En el Estado de Derecho el ejercicio del poder público, también el financiero y el económico por supuesto, está sometido plenamente a la ley y al Derecho. En efecto, el principio de juridicidad, junto a la separación de los poderes del Estado y al reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, los individuales y los sociales, componen el trípode sobre el que asienta ese modelo cultural y político que conocemos como Estado de Derecho. Un modelo que se pisotea y transgrede, sutilmente las más de las veces, groseramente de vez en cuando, cuándo se permite que la voluntad de mando, de poder,      se convierta en canon único y exclusivo, sin límites, de la actuación de quienes están investidos de alguna suerte de potestades, sean de la naturaleza que sean.   

En efecto, a pesar de que los Ordenamientos constitucionales someten a la ley y al Derecho las manifestaciones del poder político, económico y financiero, en realidad, como bien sabemos, el respeto que merece el Derecho brilla por su ausencia pues con frecuencia quienes disponen del poder hacen, de una u otra manera, lo que les viene en gana tal como hoy comprobamos con toda claridad. En el fondo, y siguiendo a Hobbes, se ha sustituido la razón, la clave del Derecho para Tomás de Aquino, por el poder y la fuerza como fundamentos del Derecho.

En este tiempo, la prensa y la televisión nos sirven a diario, no hay más que ver la Guerra de Ucrania, escenas y pasajes que confirman que la victoria de Hobbes sobre Tomás de Aquino es una amarga realidad. La voluntad se impone a la razón y, por ende, el equilibrio aristotélico entre materia y forma se convierte en dictadura de una forma que aleja de si tanto cuanto puede toda referencia a los principios, a la sustancia de la realidad. No de otra forma me parece que puede explicarse el peculiar estilo de desgobierno, de mal gobierno que en este momento preside a nuestro poder ejecutivo.

Como es bien sabido, los dictadores usaron en su provecho el propio Estado. Hitler, sin ir más lejos, utilizó, y de qué manera el Estado, sorprendentemente el llamado “Estado de Derecho” del momento, como arma arrojadiza contra el propio Derecho hasta conseguir anularlo, laminarlo, dominando a su antojo ante una sociedad inerme, sin temple cívico, sin capacidad crítica. Los alemanes, por eso, en la Constitución de Bonn dejaron esculpido en uno de sus preceptos más relevantes que el poder público está sometido a la ley y al derecho. A la norma elaborada en el parlamento y a ese humus o conjunto de principios que han de respirar las normas para orientarse derechamente a la justicia.

La recuperación de la razón como norte de la ley y del ejercicio del poder es una tarea urgente. Se lleva hablando, y escribiendo desde hace tiempo, acerca de esta cuestión, pero no se afronta de verdad porque el dominio de la razón positivista es tal que impide contemplar la realidad en su esencial dimensión plural y abierta.   Es decir, los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario cada vez tienen más importancia si es que de verdad queremos asentar el solar de nuestra democracia sobre bases sólidas. Quienes nos dedicamos a la enseñanza del Derecho tenemos la gran responsabilidad de poner a disposición de la sociedad juristas, no simples conocedores de leyes, hombres y mujeres comprometidos con la justicia, con la perpetua y constante voluntad de dar a cada uno lo suyo, lo que se merece, no simples mercaderes de intereses que se compran y venden al mejor postor, sea en el ámbito político, económico o financiero. Los principios del Estado de Derecho, de la razón, son cada vez más importantes. El problema es que el primado de la eficacia, de lo conveniente, de lo políticamente correcto, de lo útil para la tecnoestructura, todo lo invade, todo lo arrasa. Por eso, el tiempo en que estamos es un tiempo en que de nuevo la batalla entre los principios y el pragmatismo, entre la dignidad y la utilidad, vuelve al primer plano de la realidad. Y hay que tomar partido.

 

Jaime Rodríguez-Arana.

@jrodriguezarana