La corrupción, según el G-20, consume nada menos que el 5% del PIB mundial. Es decir, es la tercera “industria” más lucrativa de todas cuantas existen en este mundo. Es una lacra, señala el informe del G-20, que se ceba con las economías desarrolladas y con las subdesarrolladas. En estos momentos, la corrupción es el enemigo número 1 del comercio exterior.
Por sorprendente que parezca, el G-20 alerta acerca del número de normas que regulan los mercados. Tal profusión de normas  en buena medida constituyen el caldo de cultivo en el que nace y se desarrolla esta terrible enfermedad que aqueja a todas las economías del mundo sin excepción.
La sobreregulación o la reregulación son, efecto, aliadas de la corrupción, así como el excesivo número de normas diseñadas para establecer el régimen del comercio interior y exterior. Se trata, pues, de elaborar las normas que sean necesarias, ni más ni menos, normas claras, previsibles y ciertas. No regulaciones confusas, continuas  y que tantas veces atentan contra la misma seguridad jurídica al variar unilateralmente las reglas en función del capricho de quien gobierne en cada momento.
El informe del G-No dado a conocer estos días advierte sobre la necesidad de que las empresas se preocupen efectivamente del entrenamiento ético de sus empleados. Es decir, deben poner en marcha planes y programas exigentes de ética que vayan más allá de un simple barniz o de un uso políticamente correcto de la responsabilidad social corporativa. En efecto, no pocas veces, la RSC no es más que una forma de edulcorar  la conciencia de ciertos dirigentes que pretenden, con algunas donaciones a determinadas ONGs, lavar algunas  prácticas contrarias a los más elementales postulados de la ética y la moral.
En el campo de la empresa el gran desafío es sustituir el dogma de maximizar el beneficio en el más breve plazo de tiempo posible por consideraciones más abiertas como puede ser  la compatibilidad entre la obtención de razonables beneficios obtención de beneficios y una  creciente humanización de la empresa y de las condiciones laborales de los empleados.
El G-20 recomienda en su informe  armonizar las regulaciones. Es decir, que el paisaje normativo sea compatible entre sí. También se anima a incentivar los negocios responsables, aquellos en los que se contribuya a mejorar la solidaridad social, una realidad que no debe ser opuesta a la obtención de beneficios sino complementaria. También se aboga por no sobrecargar de normas el sistema para evitar la inseguridad jurídica.
Finalmente, el G-20 solicita la creación y fortalecimiento de un sólido tejido ético desde el que se promueva una tolerancia cero con las prácticas corruptas, sean de poca o mucha intensidad. Cuándo se desprecian las pequeñas corruptelas es muy fácil, ahí está la realidad para comprobarla, iniciar el camino hacia la corrupción con mayúsculas.
En fin, la lucha contra la corrupción no es sólo cuestión de elaborar y aprobar normas y más normas. En muchas ocasiones incluso la proliferación de leyes y reglamentos lo que hace es facilitar la corrupción. La clave está en disponer de las normas que sean necesarias, claras y concretas y, sobre todo, de un compromiso ético real, constante y creciente.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
@jrodriguezarana