La entrada del tráfico de drogas y de la prostitución en el PIB de los países de la UE es un síntoma más de la descomposición de un continente, de una forma de civilización que apostó durante largo tiempo por la centralidad del ser humano, por su igual dignidad y por la efectividad de los derechos humanos. Si levantaran la cabeza los padres fundadores de la Unión Europea, se quedarían estupefactos ante los derroteros que se está tomando el viejo y enfermo continente. Y, sobre todo,   ante la traición a las bases y fundamentos de un proyecto cultural de signo humanista diseñado para apuntalar la libertad solidaria de millones de europeos, que asisten, muchos de ellos, alucinados ante la magnitud del ataque que se está perpetrando desde una cúpula dominada por aventureros y mercenarios encargados de desnaturalizar las señales de identidad que en el pasado alumbraron una modélica civilización.
En España, siguiendo a pies juntillas la degradación europea, resulta que drogas y prostitución, aportan nada menos que 9.000 millones de euros al PIB español. Un PIB que a tenor de la naturaleza de estas actividades, irregulares o ilegales, debería calificarse del mismo modo. Cuesta creerlo pero así es, resulta que el PIB se nutre del rendimiento de actividades, no solo ilegales, sino profundamente inmorales. Claro, todo por reducir, como sea, la deuda pública y simular lo que no se es.
En este concepto, resulta conveniente, hasta necesario acercarse a los escritos de los padres fundadores. Schuman, Adenauer o Gasperi, por ejemplo, y percatarse del errado y errático camino que se está siguiendo en la Unión Europea en estos años. Una Unión que nació y se desarrolló durante tantos siglos como un espacio cultural y político caracterizado por una suerte de indignación ante la falta de libertad, ante la intolerancia, ante la ausencia de pluralismo. No en vano venimos de la conjunción de los valores del derecho –Roma- del pensamiento –Atenas- y de la solidaridad –Jerusalén-. Por eso, el pensamiento único en materia económica y financiera que se ha implantado desde  no hace mucho, y que está en buena medida en el origen de la crisis que padecemos, además de dinamitar ese gran proyecto cultural que es Europa, está alejando a la ciudadanía de una realidad a la que poco, prácticamente nada, aportan los millones de personas que habitan en el viejo continente. El 25 M, para quien lo quiera ver, no ha hecho más que manifestar lo que piensa la mayoría de los ciudadanos europeos.
La apatía, desidia y desafección de la ciudadanía, por más que las cúpulas de partidos y formaciones intenten ocultarlo y mirar para otro lado, son, no hay que más que salir a la calle y hablar con la gente normal, una lamentable realidad. Mientras tanto, no pocos analistas y políticos tiemblan ante la  presencia ya de fuerzas políticas populistas y autoritarias a nivel europeo. Por lo pronto la extrema derecha y la extrema izquierda ya no son testimoniales en muchos países de Europa y eso debería preocupar a los dirigentes de los partidos mayoritarios en nuestros países porque, por su falta de reacción y por su  incapacidad de reformas de calado, se está abonando el terreno para el advenimiento de situaciones que pensábamos superadas.
Así las cosas, precisamos líderes capaces de entender el legado europeo y defender la sensibilidad social. Hoy, por más que nos pese, hemos de reconocer que la fuerza y dominio de un mercado sin límites y autorregulado ha hecho las delicias de no pocos dirigentes políticos y financieros que han hecho su agosto en plena crisis económica. Mientras, el pueblo, el gran convidado de piedra de esta estafa de colosales dimensiones, avisa de que no está de acuerdo con las medidas que se adoptan y de que es menester un cambio de rumbo.  Así de claro.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es