EL PODER CONSTITUYENTE (I)
 
 
En la teoría constitucional, el poder constituyente, elegido por el pueblo, tiene el encargo, la misión de confeccionar la Constitución. En efecto, la Constitución es la Norma que reconoce y diseña las instituciones, que atribuyen los poderes y que establecen los principios y criterios sobre los que descansa el entero Ordenamiento jurídico. Es decir, es el pueblo, en quien reside la soberanía, quien elige a los miembros de las Cortes Constituyentes o Asamblea Constituyente con el propósito de elaborar y aprobar la Constitución. El texto, una vez aprobado por los constituyentes ha de ser sometido a referéndum del conjunto del pueblo porque es la soberanía popular quien debe pronunciarse sobre el trabajo realizado por sus delegados o representantes, que eso son los miembros de la Asamblea, ni más ni menos. El poder constituyente, pues, una vez concluida su tarea, pierde su sentido y justificación. Desaparece y, a partir de ese momento, el principio, como dice De Vega, es la supremacía de la Constitución. Supremacía que lo es de la Constitución y de los valores en que se funda.
La teoría constitucional se explica y se entiende a partir de los postulados del Estado de Derecho: reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, principio de legalidad y separación de los poderes. De forma y manera que una Constitución que se apartara de estas premisas sería una “Constitución” al margen del Estado de Derecho, sería una Constitución fuera del Derecho. Casos hay en la historia que quizás estén en la mente del lector en este momento, tanto del mundo Occidental como del Oriental.
En el marco del principio democrático y a través de la democracia representativa nos encontramos con el poder constituyente porque, hoy por hoy, la única forma viable de organizar la comunidad política desde el Estado de Derecho es, precisamente, la llamada democracia representativa. Como señala el profesor Pedro De Vega, esta manera de concebir la democracia, todavía no superada, parte de la distinción entre representantes y representados. Ahora bien, si la soberanía popular reside en los representados y estos la transfieren temporalmente a los representantes para que elaboren la propia Constitución, entonces esa soberanía del pueblo se dirige, se orienta, hacia la efectiva confección de una Norma de rango superior que obliga a todos, ciudadanos y poderes públicos.
En otras palabras, el poder constituyente surge en este marco como un poder previo, ilimitado y total para hacer la Constitución. Mientras, los poderes constituidos, los que surgen de la Constitución, son poderes mensurados, limitados. Esta ilimitación del poder constituyente ha de ser entendida en el marco del sentido de la soberanía popular tal y como se expresa en la democracia representativa encarnada en el Estado de Derecho. Si se pierde de vista la referencia, el contexto en el que opera el poder constituyente, hasta se podría justificar la existencia del constituyente más allá de la Constitución y, por cierto, la posibilidad de que dicho poder, trascendiendo el mandato de quien dispone de la soberanía, se concrete en decisiones propias de los poderes constituidos, tales como elaborar normas, resolver controversias entre poderes, o incluso nombrar autoridades. Cuando eso acontece, aparece un ambiente de profunda ideologización del poder constituyente al confundir la titularidad real del poder con el poder que se delega o se transmite para la aprobación de una Constitución que finalmente habrá de volver al poder de la soberanía popular que será, en última instancia, quien calificará, de una u otra manera la labor realizada en el seno de la Asamblea Constituyente.
 
En realidad, cuando tal cosa acontece lo que pasa es que se confunde la democracia de identidad con la representativa. O mejor, se utilizan alternativamente desde las bases de la democracia de identidad los elementos propios de la democracia representativa. Es decir, se afirma que no siendo posible técnicamente el establecimiento de ese poder soberano directamente representado por la denominada voluntad general, se hace imprescindible usar la ficción de la división del poder para, sin admitirlo de verdad, asumir desde el constituyente todo el poder. Ciertamente, si Rousseau se levantara de la tumba difícilmente admitiría la distinción entre representantes y representados porque ello, entre otras cosas, repugnaría la esencia misma de la construcción de la democracia identitaria a partir del contrato social. Sin embargo, como lo que verdaderamente se pretende, ahí están los casos de Venezuela, Bolivia o Ecuador, es subvertir el orden establecido desde la afirmación del carácter absoluto e ilimitado del poder constituyente, entonces, como el fin siempre justifica los medios en estas construcciones de ingeniería intelectual, doctrinarias y dogmáticas, el poder constituyente, según quienes así argumentan, es auto-atribuido por el propio pueblo y constituye la esencia y la encarnación de la soberanía. La ficción reside en pensar que los elegidos para hacer la Constitución son los dueños de todos los poderes y a ellos, sólo a ellos, compete la tarea de fundar el nuevo orden político en nombre de todos.
Es lo que pasó en Venezuela, en Ecuador y en Bolivia, y los resultados ahí están: pobreza, miseria, totalitarismo.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana