El poder constituyente nace, como se sabe, en el marco de los esquemas representativos en su interacción con el principio democrático de la soberanía popular. El poder constituyente adquiere sentido en el contexto de la separación de los poderes. No sólo porque es distinto de los poderes constituidos, sino porque es esencialmente diferente, aunque traiga causa del poder de titularidad popular, que será quien tenga que pronunciarse sobre la Constitución que ha de elaborar el mismo poder constituyente.
 
Con independencia de las conocidas discusiones entre Sieyès y La Fayette sobre si la paternidad del poder constituyente hay que situarla en Francia o en los Estados Unidos, es lo cierto que surge en el marco de los procesos revolucionarios que alumbraron el constitucionalismo liberal y que su sentido ha de situarse en la propia elaboración de la Constitución: ni más ni menos. Como reconoce De Vega, es verdad que Montesquieu no se refiere en sus libros al poder constituyente. Sin embargo,  la existencia de los tres poderes tradicionales, que recíprocamente se vigilan y controlan como poderes constituidos, no se concebiría sin la existencia de un poder previo y superior en el que aquellos cifraran la razón de su existencia.
 
El poder constituyente, es verdad, ha sido clásicamente entendido como un poder ilimitado, como un poder absoluto en la medida en que es la encarnación de la soberanía del pueblo, como el poder soberano por excelencia. Se trata de un poder que crea otros poderes, que se dirige a elaborar la Constitución y que es un poder, se dice, que el pueblo se da a si mismo por sí mismo. Suele hablarse en este punto de la analogía de la posición del príncipe “legibus solutus” y de la proyección de la idea absolutista de la concepción de la soberanía de Bodino.
 
El propio Sieyès decía que el poder constituyente necesita para ejercer su función verse libre de toda forma y de todo control. Sin embargo, hoy, dos siglos después de la peripecia de la revolución francesa, no podemos menos que censurar las consecuencias, desde la experiencia, de la instauración, en nombre de tales ideas, de un régimen de terror como pocas veces hemos conocido tal y como ha acontecido en la tradición marxista.
El poder constituyente, aunque es ilimitado y total para elaborar la Constitución, ha de circunscribirse en la cultura jurídica enmarcada en los principios y postulados del Estado de Derecho que, más que cómo límites, operan como marco de trabajo trabajo de los miembros de las Cortes o Asambleas Constituyentes. Salirse del contexto en el que se reconocen los elementos esenciales de la democracia moderna, es colocarse en otra longitud de onda ideológica diferente, contraría, claro está, al pensamiento democrático tal y como ha sido formulado entre nosotros por largo tiempo.
 
Es verdad que el poder constituyente trae su causa del poder del pueblo, que es la esencia de la democracia. Sin embargo, a pesar de que es la resultante del poder del pueblo en cuanto orientado a la elaboración de la Constitución, su fundamentación, como expresó el propio Sieyès, es de orden ontológico, de naturaleza metafísica, iusnaturalista en una palabra.  Por eso, aunque el poder constituyente es ilimitado, lo es en el marco del glosario de principios que vertebran el Estado de Derecho. Esta cuestión es capital para comprender el alcance, extensión y límites del propio poder constituyente y su peculiar manera de ejercicio.
 
En efecto, como ha recordado el profesor Pedro de Vega, el poder constituyente puede ejercerse fundamentalmente por el pueblo de dos maneras, según que nos situemos en el constitucionalismo americano o europeo.
Según los norteamericanos, el ejercicio del poder constituyente requiere siempre la participación directa del pueblo como titular efectivo del poder. Según la tesis de Sieyès, no queda más remedio que admitir la delegación de competencias a partir de la representación para poder comprender realmente el sentido y el funcionamiento del poder constituyente. Al igual que los colonos establecieron sus comunidades de orden religioso a partir de pactos, también siguieron esta metodología para fundar la comunidad política que, en última instancia, el pacto o convención constitucional debía ser refrendada por todos pues, en efecto, el pueblo debe participar directamente en la elaboración y aprobación de la Norma fundante del sistema político.
En el caso francés, seguramente para evitar el refrendo del pueblo, lo que llama la atención si partimos de los presupuestos de la democracia de identidad, es la transformación dell dogma de la soberanía popular en soberanía de la nación. Lo que tiene una gran relevancia puesto que, según Sieyès, al ser la nación un ente abstracto que sólo puede expresar su voluntad a través de representantes, la potestad constituyente solo será posible a través de representantes.
Entonces, el poder constituyente deja de ser lo que debe ser, el poder en el que el pueblo directamente participa, y se convierte en el poder de la Asamblea en la que la nación delega sus competencias. De esta manera se elimina la intervención directa del pueblo para instaurar el llamado Asamblearismo en cuya virtud, en nombre de una abstracta soberanía de la nación se levanta el omnímodo u omnipotente poder de la Asamblea que, por sorprendente que parezca, se reproduce en las Constituciones francesas de 1793, 1848 y 1871 y dio lugar a la conocida tesis de la soberanía de las Asambleas. Se hurta pues al pueblo su poder y se atribuye a la Asamblea, de manera que quien maneja la Asamblea maneja el poder.
Más adelante, las pretensiones de la burguesía de encaramarse en la más alto de la cúpula y, después, los intereses de los partidos políticos, ha propiciado que en esencia se mantenga esta peligrosa tesis que surge del intento de compatibilizar el principio democrático y las Cortes constituyentes representativas.
En Bolivia, Venezuela y Ecuador, en tiempos recientes, tal versión del poder constituyente para alumbrar nuevas constituciones, no han traído más que pobreza, miseria y una élite que se encarama al poder y se dedica a la justificación de la reelección indefinida.
 
Jaime Rodriguez-Arana
@jrodriguezarana