Una de las señas de identidad del Estado de Derecho es, junto a los principios de de juridicidad y  de primacía de los derechos fundamentales de las personas,  el de la separación de los poderes del Estado. Legislativo, judicial y ejecutivo tienen funciones diferentes que deben ser respetadas. Los tres poderes deben ser autónomos e independientes unos de los otros. Es decir, sus integrantes deben ser independientes y haber sido nombrados en virtud de procedimientos que garanticen ese estatuto de independencia que preserve la realización autónoma de su tarea.
Pues bien, en Iberoamérica, salvo en Venezuela, Ecuador y Nicaragua, las decisiones del poder legislativo o ejecutivo pueden ser, y son cuándo procede, anuladas por las Cortes Supremas correspondientes. En Argentina, como ha recordado recientemente un informe de la ONG Human Rights Watch, la Corte Suprema de la Nación vetó el año pasado  la reforma judicial promovida por la presidenta Cristina Fernández. En Brasil todavía colea la condena del Tribunal Supremo a buena parte de la cúpula del gobernante Partido de los Trabajadores a causa de los sobornos. Igualmente, la Corte Suprema mexicana declaró en 2007 la inconstitucionalidad de una ley en materia de telecomunicaciones por entender que propiciaba prácticas monopolistas. En Uruguay el año pasado la Corte Suprema de Justicia anuló la ley que impedía la impunidad para los represores de la dictadura. En Colombia en 2010 el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional la pretensión del entonces presidente Alvaro Uribe  de la reelección para concurrir a los comicios presidenciales. En 2012 la Corte Suprema de Chile atendió la reclamación de los grupos ecologistas y anuló el proyecto gubernamental hidroeléctrico de Puerto Ayssen. Incluso en la Bolivia de Hugo Morales, quien lo habría pensado, el Tribunal Constitucional declaró parcialmente inconstitucional la llamada ley de Autonomía, en cuya virtud el presidente de la república pretendía eliminar políticamente a alcaldes y gobernantes de la oposición.
En Venezuela, Nicaragua y Ecuador, los presidentes de estos países, no han tenido, tras las pertinentes reformas, que enfrentar sentencias desfavorables por parte de las Cortes o Tribunales Supremos. En Venezuela, desde 2004, el Tribunal Supremo nombra y remueve magistrados y se ha convertido en la “longa manus “ del chavismo en la rama judicial. Los jueces y magistrados, si quieren conservar los empleos ya saben lo que deben hacer. En Ecuador, tras la reforma de 2011, ninguna Corte Superior se ha pronunciado contra Rafael Correa. El Consejo de la Magistratura ecuatoriano, en manos de militantes del partido gobernante, ya ha destituido 164 jueces y sancionado a más de 250. En Nicaragua las cosas en este punto no son diferentes. Como es sabido, en 2011 la sala constitucional de la Corte Suprema declaró inaplicable el precepto constitucional que impediría al presidente Daniel Ortega concurrir a un tercer mandato. Ahora, tras la reforma constitucional, la reelección indefinida forma parte de la Constitución nicaragüense.
Sin un poder judicial independiente, la democracia no es tal. Es una quimera. La arbitrariedad está servida y la hegemonía del poder ejecutivo una lamentable realidad. De hecho, se trata de sistemas autoritarios en los que los presidentes no disponen de control judicial y, por ello, pueden perpetrar toda clase de abusos e ilegalidades sin dar cuenta de sus acciones u omisiones. Esperemos que en breve tales situaciones se puedan corregir pues a todos interesa que la democracia sea el gobierno del pueblo, por y para el pueblo. No el gobierno del presidente, por y para el presidente.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es