Decían los latinos, con gran acierto, que sin justicia no puede haber paz entre los hombres. En efecto, sin la conciencia clara de que en caso de contienda o controversia resplandecerá lo que a cada quien le corresponde, lo que se merece, a lo que tiene derecho, la convivencia pacífica y armónica a la que aspiramos se convierte, sin gran dificultad, en una selva en la que la ley del más fuerte prevalece. Por eso, cuándo los institutos sociológicos o los sondeos de opinión nos muestran la opinión general de la ciudadanía hacia la justicia, se constata que algo va mal, para algunos muy mal, en el seno del poder judicial, que es menester, primero identificar y, después, corregir o rectificar.
 
El derecho, bien lo sabemos los que a él nos dedicamos, tiene una vinculación permanente y radical con la justicia. Hasta tal punto que el denominado Estado de derecho se apoya, fundamentalmente, sobre el primado de los derechos fundamentales de las personas, uno de los cuales es el derecho a la justicia, el derecho a que un juez independiente resuelva las controversias con arreglo a la ley y al derecho. Ley y derecho que aunque debieran ser las dos caras de la misma moneda, con no poco frecuencia se nos presentan, por la tiranía de las mayorías de la que hablaba Tocqueville, como dos mundos no sólo independientes, sino también, no pocas veces, en franca oposición. Por eso, cuándo de reflexionar sobre la justicia y el poder judicial se trata, no podemos olvidar que la matriz política-cultural del Estado de derecho, que se funda sobre el principio de juridicidad, sobre la separación de los poderes y sobre el reconocimiento de los derechos fundamentales de las personas, debe ser permanentemente el frontispicio de la actividad cotidiana de la justicia misma.
 
En efecto, la justicia debe realizarse en este marco ético-jurídico en que consiste esencialmente el Estado de derecho. Un marco ético-jurídico que siempre puede mejorar y que en un momento en el que pareciera que la fuerza, la arbitrariedad y la codicia dominan las relaciones sociales, debe brillar con luz propia. Para que eso sea así es necesario e imprescindible el compromiso del juez con la verdad y la justicia. Con la verdad que debe encontrar en el marco del proceso desde el más pleno respeto a los derechos de quienes en el intervienen. Y con la justicia porque si el juez, no digamos ya el instructor, si se conducen al margen de la búsqueda infatigable de la verdad por vincularse a fines inconfesables, laminan, y de qué manera, el derecho fundamental a la justicia del que disponemos todos los seres humanos por ser inherente a nuestra dignidad personal.
 
El juez debe buscar y mostrar la verdad de forma infatigable. La justicia, dice un viejo jurista, normalmente está en el proceso. Lo que hay que hacer es trabajar con constancia y esfuerzo hasta encontrarla y mostrarla. Cuándo así acontece se impone por sí misma y entonces la justicia, inseparable compañera de la verdad, despliega su virtualidad sin especiales problemas. Los problemas aparecen cuándo en lugar de la dedicación exclusiva a la investigación de la verdad, se lesionan derechos inalienables de las personas. Es el caso, por ejemplo, de aquellas detenciones que se practican por orden de un juez con la única finalidad de obtener determinadas informaciones relevantes para el proceso. Pensemos por ejemplo en la calificación que merece la detención provisional de una persona durante varios días a la que se practican interrogatorios cercanos a la tortura, al menos  psicológica, con el fin de arrancar determinadas declaraciones predeterminadas de antemano. El juez que trabaja la instrucción a fondo, que es sensible a los derechos de los actores en el proceso, que vela por la presunción de inocencia y guarda la razonable discreción sobre sus pesquisas, es muy probable, por no decir seguro, que discurre por el buen camino y podrá suministrar elementos seguros para la resolución adecuada del conflicto de que se trate.
 
En el caso de los fiscales, la iniciación de la función acusadora, cuándo no hay indicios racionales, y ha de archivarse por ausencia de motivación, es otra práctica que en ocasiones se realiza para amedrentar a determinadas personas. Tanto en estos supuestos, como en el de las instrucciones recibidas por los superiores jerárquicos para actuaciones de este jaez deben dejar de gozar de irresponsabilidad. En el Estado de Derecho las palabras irresponsabilidad, impunidad, irresisitibilidad, no tienen cabida.
 
La independencia del poder judicial es, desde luego, propiedad y característica propia de quienes están llamados a decir el derecho en cada controversia. Sin embargo, bien sabemos, que en ciertos estamentos y ambientes de la justicia, la independencia se cambia por el ascenso o por la complacencia con el poder establecido. Un juez que no busca la verdad en los hechos y en las pruebas y que no aplica adecuadamente la ley y el derecho salvo cuándo le conviene para su promoción es un juez indigno. Por eso, cuándo en la labor del juez prevalecen los prejuicios y los aprioris y se desatiende el estudio y la profundización necesaria para llegar a la verdad porque lo relevante es la posición ideológica, entonces, lamentablemente, la política con minúsculas domina el escenario judicial.
 
La justicia lenta no es justicia. En ocasiones hasta es iniquidad o injusticia. En fin, la jurisprudencia, la ciencia que estudia las soluciones justas a los casos, en un mundo en que el poder legislativo a veces no legisla o lo hace, en ocasiones, en clave de confrontación, tiene cada vez más importancia. Por eso los jueces y tribunales son una pieza crucial del Estado de derecho y de la democracia. Hasta el punto de que una nación en la que el pueblo, que es el verdadero titular del poder judicial, como de los otros poderes del Estado, confía en la justicia, es un pueblo que tiene un poder judicial comprometido con la verdad y la justicia. Pero un pueblo que no confía en sus jueces y que duda acerca de la adecuación a la verdad y a la justicia de las sentencias judiciales, es un pueblo sin esperanza. Por eso, sobre todo en momentos de crisis, los jueces y tribunales pueden hacer tanto por el restablecimiento del derecho lesionado, por la compensación del daño producido, en una palabra, porque la justicia brille con luz propia.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es