Como dice un proverbio chino, el poder es el mayor enemigo de su dueño. El poder permite hacer grandes cosas por la colectividad pues, como sentenció Shakespeare, “los hombres poderosos tienen manos que alcanzan lejos”. Supone, pues, una gran capacidad, en la democracia, de mejorar las condiciones de vida de las personas y proteger, defender y promover los derechos fundamentales y la dignidad humana hasta donde sea posible.
 
Sin embargo, la historia nos enseña lo fácil y relativamente sencillo que es utilizar el poder sin moderación, sin equilibrio, sin sensibilidad social, con ánimo excluyente, como forma de laminación o de intimidación.
 
Decía Pitaco, “¿queréis conocer a un hombre?: revestidle de poder”. Y es verdad. Cuántas personas se transforman en el mismo momento de haber asumido el poder. ¿Por qué será?. Porque, de entrada, hace falta tener las ideas bien claras y un firme compromiso de servicio público para ejercer el poder en democracia. De lo contrario, se cumplirá lo que enseñaba el viejo Herodoto: “dad poder al hombre más virtuoso que exista, pronto le veréis cambiar de actitud”. El poder sin moderación, lleva al abuso y a la tiranía; en todo caso, a la consolidación de hábitos autoritarios.
 
No debe extrañar al que accede al poder, que sienta la fuerza que envuelve su ejercicio. Ahora bien, “quien todo lo puede, todo debe temer” (Corneille). No está de más tener una cierta actitud de respeto al poder y saberse distanciar con sentido común. Porque un apegamiento excesivo al poder que lleva, por ejemplo,  a abandonar el trato con la familia y que se convierte en una actividad obsesiva, es una enfermedad. Una enfermedad que aqueja a muchas personas que no saben prescindir del poder y que cuando les falta, quedan sumidos en una profunda depresión. ¿Por qué?. Porque en esos casos se convirtió en fin lo que sólo es un medio para el bien de todos.  Así de claro.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana