Cuando las personas son la referencia del sistema de organización político, económico y social, aparece un nuevo marco en el que la mentalidad dialogante, la atención al contexto, el pensamiento reflexivo, la búsqueda continua de puntos de confluencia, la capacidad de conciliar y de sintetizar, sustituyen en la substanciación de la vida democrática a las bipolarizaciones dogmáticas y simplificadoras, y dan cuerpo a un estilo que, como se aprecia fácilmente, no suponen referencias ideológicas de izquierda o derecha.
Colocar a las personas en el centro tiene una consecuencia inmediata, conduce a una disposición de prestar servicios reales a los ciudadanos, de servir a sus intereses reales. Para ello es necesario subrayar que el entendimiento con los diversos interlocutores es posible partiendo del supuesto de un objetivo común: libertad y participación.
La importancia de los logros concretos, los resultados constatables -sociales, culturales, económicos,..- en la actividad pública, derivan de las necesidades reales de la gente que, viéndose satisfechas, permiten alcanzar una condición de vida que posibilita el acceso a una más plena condición humana.
Una más profunda libertad, una más genuina participación son el fruto de la acción política que propugno. Porque no debemos olvidar que las cualidades de la persona no tienen un carácter absoluto. El hombre no es libre a priori; la libertad de los hombres no se nos presenta como una condición preestablecida, como un postulado, sino que la libertad se conquista, se acrisola, se perfecciona en su ejercicio, en las opciones y en las acciones que cada hombre y cada mujer inicia y, si puede, culmina.
La libertad es ante todo y sobre todo el rasgo en el que se declara la condición humana. Las libertades formales no son el fundamento de la democracia. El fundamento de la democracia son los hombres y mujeres libres. La política se debe entender, pues, como un ejercicio a favor de cada individuo, que posibilita a cada vecino su realización como persona. Ese, sin confusión, podría ser el punto de conexión entre política y ética.
¿Qué sentido tiene, en este contexto, lo que se llama el poder?. Muy sencillo, que el “poder” es el medio para hacer presentes los bienes que la gente precisa. Así pues el poder tiene, como ya he señalado, una clara dimensión relacional y se fundamenta en su función de crear los presupuestos para el pleno desarrollo de la gente. O lo que es lo mismo, el poder público se justifica en función de hacer posible los fines existenciales del hombre: de posibilitarlos, no de realizarlos, ni siquiera de prejuzgarlos, porque la elección y procura de los propios fines es libre, y competencia exclusiva de cada individuo, en eso consiste la tarea moral, tal y como la entiendo. Es más, el poder público se legitima en la medida en que su ejercicio se orienta a ese objetivo.
De acuerdo con esta línea argumental el “Poder” deja de sustanciarse y pasa a escribirse con minúsculas. El poder lo entiendo, desde este punto de vista, como capacidad de acción y, en su uso, lo que cobra ahora una dimensión vital es la actitud de quien dispone de él. Como capacidad de acción el poder se alimenta de los medios -por ejemplo, una administración pública ágil, moderna, eficaz-; de la legitimidad, derivada de los procedimientos democráticos, y consecuentemente del respeto.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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