Las diferentes encuestas, sondeos y consultas que encontramos acerca de cuáles son los problemas reales de la sociedad española suelen coincidir, sea cual sea su origen o procedencia, en tres  puntos. Primero, que el principal problema que tenemos en España es el paro. Segundo, que el grado de desafección de los ciudadanos en relación con los políticos, y con la actual forma de estar y de hacer política, es cada vez mayor y no para de crecer. Y, tercero, los partidos políticos, por algo será, siguen siendo las instituciones más corruptas y desprestigiadas de todas cuantas son examinadas. La tendencia se mantiene desde hace unos años, agudizándose, es lógico, en épocas de crecimiento de la corrupción.
 
Estos años en los que asistimos a relevantes cambios y transformaciones en la forma y en el fondo de relevantes aspectos de la vida social, política, cultural y económica, se constata que es menester introducir reformas sustanciales en estas cuestiones. Reformas que van más allá de parches o planteamientos de cambios para que todo siga igual.
 
En clave política,  se  desploma, con más o menos intensidad,  esta  actividad tan relevante, que se percibe como el manejo de la cosa pública en función de los intereses partidistas o de la conservación del poder. Ahora, nos guste más o menos, aunque parezca mentira, de volver a democratizar nuestra democracia, dañada por esquemas tecnoestructurales que abren de par en par las puertas al populismo y a la demagogia, hoy tan de moda.
 
Es verdad que no todos los políticos, ni mucho menos, son corruptos, ni desvergonzados, ni mediocres.. Sin embargo, el sistema político que tenemos, que podía haber sido razonable al principio de la transición, hoy se ha tornado  en una fábrica imponente de corrupción por la sencilla razón de que  muchos de quienes se dedican a esta noble actividad, o no disponen de  una posición profesional sólida o han cedido a la tentación del mando por el mando,  que no pocas veces adquiere tintes de adicción con las consecuencias que acompañan a estas enfermedades. Además, tampoco se puede olvidar que en buena medida la democracia en la vida de los partidos se ha sustituido por una calculada y hábil dominación por parte de determinadas dirigencias que en muchos casos poco o nada tiene que ver con las ideas que presiden la forma y el modo de entender e interpretar asuntos de gran relevancia política y social.
 
El poder de las élites en las formaciones partidarias es de tal calibre, cuantitativa y cualitativamente considerado,  que se comprende, sin que exista justificación alguna, que un sistema político que tiene en su base la idea de la  limitación, de  la racionalidad y de la centralidad del ser humano,  termine por convertirse en un espacio de dominación general en el que se a pies juntillas se siga esa máxima de que el que se mueve no sale en la foto.
 
Desgraciadamente, el sistema propicia estos comportamientos, en los que se mascan no pocos escenarios de corrupción como los que tenemos que conocemos en este tiempo. Si los dirigentes, en lugar de dedicar tanto tiempo a flotar en el proceloso mundo de la manipulación y del control social se dedicarán a conocer y resolver, en la medida de sus posibilidades, las preocupaciones reales del pueblo, otro gallo cantaría.
 
En fin, esperemos que quienes tengan que tomar decisiones de cambio y transformación sean capaces de hacerlo. No para proponer o propiciar más reformas nominales y formales. Para democratizar nuestra democracia, para desmercantilizar  el mercado y, sobre todo,  que el centro de la acción política sea ocupado efectivamente por la  defensa, protección y promoción de la dignidad humana y de los derechos fundamentales de las personas.
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es