La globalización, lo que hoy denominamos pomposamente con este nombre, ni es algo exclusivo de este tiempo, ni constituye, sin más, la panacea que arregla todos los problemas como si de una varita mágica se tratara. Allá quedan, por ejemplo, el repertorio de conocimientos de medicina o de matemáticas que siglos atrás pudimos aprender precisamente de otras civilizaciones, como la china, la hindú o la árabe. Y hoy, mal que nos pese, como ha recordado recientemente el premio noble Amartya Sen, existen muy relevantes desigualdades que todavía la globalización no ha conseguido reducir.

La existencia de desigualdades en lo que se refiere a la prosperidad económica y en lo que atiende al poder político son obvias y no necesitan de mayores comentarios. Los representantes del pensamiento único anti-globalización señalarán a este fenómeno como el gran causante de esas lacerantes diferencias entre países pobres y países ricos. Otros, los fundamentalistas pro-globalización, afirman que este movimiento eliminará esa tremenda brecha entre los fuertes y los débiles.

En mi opinión, la posición de Sen en esta discusión es prudente, ponderada y anclada en el sentido común. Para este economista, que ha pasado a los libros por sus conocidas investigaciones sobre la dimensión humana del desarrollo, la cuestión es bien sencilla: la globalización en sí misma podría acarrear una fuente de mejoras importantes en las condiciones de vida de los habitantes, y a veces lo consigue. El problema está en que las circunstancias en que la globalización podría comportar mayores beneficios para los más pobres, no se dan estos momentos. Por eso, no parece razonable oponerse por sistema a la globalización como si fuera la causa de todos los males del presente. En este sentido, si parece atinado, porque precedentes hay y muy positivos, es, en palabras de Amartya Sen, trabajar a favor de una mejor distribución de los beneficios derivados de la integración económica a nivel mundial. Es decir, buscar unas condiciones en las que la globalización pueda también beneficiar a los países más pobres.

En este punto el propio Sen descalifica por errónea la retórica que señala que la globalización hace a los ricos más ricos y a los pobres más pobres. Esta afirmación, tan manida y cacareada con ocasión y sin ella, parte de a prioris ideológicos bien conocidos por todos. La cuestión clave se podría formular en estos términos: ¿podrían los países ricos haberse enriquecido a través del mismo proceso de globalización si las circunstancias que los gobiernan fueran distintas?. O, en otros términos, ¿podrían buscarse otros contextos, otras condiciones en las que fuera posible que la globalización beneficie a los países ricos y a los países pobres?. Sen opina que es posible siempre que se introduzcan nuevas políticas estatales y locales orientadas a promover programas educativos de calidad, a establecer asistencia médica básica, a promover la igualdad entre hombres y mujeres, a mejorar la agricultura…Estas medidas deberían verse acompañadas por un ambiente en el comercio internacional más favorable al acceso de los productos de los países pobres a los mercados de los ricos, lo que ayudaría a las naciones más pobres a obtener mayores beneficios económicos a escala mundial. Con estos cambios, sentencia Amartya Sen, la globalización puede convertirse en un fenómeno equitativo y justo.

La globalización bien orientada, no sólo no empobrece a las personas, las puede ayudar, mejorando sus condiciones de vida y posibilitando una mayor realización de los derechos humanos. Pero para que ello sea posible es menester conducir este proceso desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico, humano y compatible, lo que, en los tiempos que corren, de tanta adoración al dinero y al poder, no es sencillo.

Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.