Estos días los principales partidos del escenario político español coinciden en la necesidad de la reforma constitucional. Una operación política y jurídica que, como tantas otras cosas, se plantea en nuestro país con un retraso proverbial. Si en su momento se hubiera empezado a trabajar sobre los aspectos susceptibles de la reforma, que no son ni uno ni dos, y se hubiera tejido un ambiente de diálogo y entendimiento hoy no estaríamos, por ejemplo, en la situación territorial en la que estamos. Pero bueno, como reza el refrán, nunca es tarde si la dicha es buena.
El Derecho, como expresión justa de las relaciones sociales, tiende a ir con demasiada frecuencia detrás de la realidad. Quizás por eso tantas normas jurídicas aparecen obsoletas al cabo del tiempo: están en vigor pero no se cumplen porque su “tempo” ya pasó. La teoría de la reforma de las normas, en efecto, está pensada para adecuar su contenido a la realidad, de forma y manera que las regulaciones y ordenaciones de las relaciones sociales estén en sintonía con la justicia y con los tiempos en que se dictan o promulgan. La reforma de las normas jurídicas es, en este sentido, un proceso permanente y continuo que trata de adecuar a la realidad y a la justicia la legislación en sentido amplio. Si sólo se tratara, sin más, de adecuar las normas a la realidad, haciendo caso omiso a las más elementales exigencias de la justicia material, entonces estaríamos en presencia simplemente de artificios procedimentales o formales, pero no ante reformas, con mayúsculas, del Ordenamiento jurídico.
En este sentido, la arquitectura constitucional prevé expresamente su parcial modificación o reforma, como su sustancial transformación, pues manifestación de la pervivencia dinámica de la Constitución es su capacidad de adaptarse a los cambios sociales. Si se pretende un cambio puntual, sin afectar a los pilares del sistema constitucional, los requisitos formales establecidos no ofrecen especiales dificultades políticas. Ahora bien, si se pretende sustituir los fundamentos del modelo constitucional, entonces hacen falta mayorías reforzadas, nuevas elecciones y referéndum, tal y como dispone el texto constitucional en su artículo 168.
A estas alturas, nadie en su sano juicio propugnará la petrificación eterna de la Constitución por razonables que sean sus preceptos ya que es metafísicamente imposible establecer preceptos de validez general de naturaleza atemporal salvo en lo que se refiere a los derechos que se derivan de la dignidad del ser humano. Por tanto, sin sacralizar la Constitución, es lógico que periódicamente se revisen sus preceptos para comprobar si permiten el cumplimiento de sus objetivos. Y sus objetivos están en el preámbulo, entre cuyos principios se encuentran los siguientes: “garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las leyes conforme a un orden económico y social justo(…), consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la Ley como expresión de la voluntad general(…), proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, sus lenguas e instituciones(…), establecer una sociedad democrática avanzada…”..
Son, los citados, objetivos constitucionales que, en mi opinión, tienen una evidente relevancia para fundar los cambios que ahora se pretenden introducir. Junto a estos criterios es conveniente también tener presente el ambiente que hizo posible la Constitución de 1978 que, en alguna medida, explica su vigencia jurídica y moral: el espíritu de entendimiento, de concordia, de acuerdo, de respeto a las posiciones contrarias y, sobre todo, de tolerancia, que debieran brillar por su presencia para proceder con sentido de Estado a la reforma constitucional.
En efecto, la cuestión territorial reclama nuevos planteamientos para encontrar nuevas soluciones a nuevos desafíos. Desde la reforma del Senado, una mejor definición de la autonomía política de los Entes locales hasta una mejor regulación de las competencias de los diferentes niveles de gobierno pasando por la recepción de principios tan importantes como son los de cooperación y colaboración es posible encontrar, en el marco de los principios constitucionales (unidad, autonomía, solidaridad e integración), una mejor ubicación institucional de los diferentes gobiernos territoriales que componen España.
La dimensión social de los derechos fundamentales de la persona debe encontrar acomodo en la letra de la Constitución superando su actual configuración como principios rectores de la vida económica y social, de forma que se contemplen los derechos fundamentales, los individuales y los sociales, desde una perspectiva abierta y complementaria que preserve la centralidad del ser humano y sus derechos inalienables.
El régimen general de partidos políticos, sindicatos y organizaciones representativas de intereses generales, igualmente, demanda nuevos impulsos que refuercen, a través de nuevas previsiones constitucionales, la esencia democrática de estas instituciones. La población en este punto lleva reclamando a través de diferentes sondeos y encuestas cambios urgentes que afecten a su transparencia y al fomento de la participación social.
Algunos aspectos del régimen general electoral son susceptibles, tras varias décadas de elecciones, de una mejor, más justa y equitativa regulación que asegure mayores cotas de pluralismo político. Incluso se puede revisar la concepción de la circunscripción electoral así como otros elementos de nuestro sistema electoral, petrificado desde hace más de treinta años.
También la integración de nuestro país en la Unión Europea aconseja que la Norma Fundamental regule determinados aspectos de esta histórica decisión política que en 1978 no se podían contemplar y que, sin embargo, ahora debieran tener rango y calibre constitucional.
Por supuesto, la igualdad entre hombre y mujer en la sucesión de la Corona debe reconocerse en la Constitución pues la discriminación existente no tiene justificación alguna en un mundo en el que afortunadamente la igualdad es una exigencia constitucional creciente.
También, entre otras materias susceptibles de revisión y reforma se encuentra la preservación de la independencia en las altas magistraturas del Poder Judicial y en el mismo seno del Tribunal Constitucional, para lo que parece recomendable repensar la estructura y funcionamiento de estas instituciones.
Las funciones de control y supervisión también deben repensarse buscando las mejores fórmulas que faciliten que la objetividad y la independencia guie la actuación organismos e instituciones que deben velar porque las actuaciones de las instituciones, públicas y privadas, se ajuste a la juridicidad, a la eficacia, a la eficiencia y, sobre todo al interés general.
En fin, nunca es tarde si la dicha es buena. La mejor forma de renovar el espíritu y la esencia de la Constitución es, como se hace en los países serios, por ejemplo Estados Unidos, Alemania o Francia, reforzar la autoridad y fuerza de su contenido con reformas razonables y equilibradas que devuelvan a la Carta Magna el prestigio que le corresponde. Y hoy es posible que la Constitución vuelva a ser realmente la norma que debe ser, no papel mojado que se esgrime cuando interesa y cuando no se oculta. Para ello, que quienes se pongan manos a la obra tengan las cualidades necesarias para una operación de envergadura, de calado, auténticos maestros y maestras de entendimiento, de concordia y de tolerancia.
Jaime Rodríguez-Arana es Catedrático de Derecho Administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.
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