Con mucha frecuencia escuchamos o leemos que tal o cual decisión del gobierno o tal o cual iniciativa o propuesta de la oposición, que tal proyecto de los sindicatos o de la patronal, responden al interés general, esa mágica palabra que su sola mención parece eximir de mayores explicaciones o justificaciones a quien la esgrime. Es probable que en los tiempos que corren sea uno de los conceptos más utilizados y que, sin embargo, aparezca huérfano de explicaciones en ocasiones. En todo caso, el bien común de la filosofía, el bienestar general de la sociología o el interés general del derecho público, conforman la esencia y el fundamento del Estado de Derecho como matriz político-cultural y de la democracia como forma de gobierno.
Se trata de una tendencia que está animado a muchos teóricos de la ciencia política a postular determinadas correcciones en el modelo democrático que subrayen el papel central de la dignidad humana y la necesidad de abrir mayores espacios para la libre y auténtica participación de las personas en la configuración, seguimiento y evaluación de las principales políticas públicas. Sobre todo porque se percibe que la instalación en las cúpulas de las organizaciones públicas de determinados liderazgos, conduce a una quiebra de los criterios esencialmente democráticos. En efecto, en la medida en que estas tecnoestructuras expresan una manera autoritaria de ejercer el poder con tendencias a la eliminación de la crítica y la condena al silencio de las más variadas representaciones de la vitalidad de lo real, se quiebran elementales valores democráticos. Tal tendencia a veces se manifiesta en el fomento de una suerte de participación dirigida que sólo admite a las organizaciones sociales previamente seleccionadas por quien ejerce el poder.
En este orden de cuestiones, es menester llamar atención sobre la necesidad de que el interés general, el interés social, el interés público, el interés colectivo, el interés comunitario o como se le quiera llamar, deje de estar dominado por ese tecnosistema que se encarama en el vértice y desde allí domina y controla sin parar. El interés general en una democracia es participado. Así lo enseñó el Tribunal Constitucional en una sentencia de 7 de febrero de 1984 al afirmar que el interés general, en el Estado social y democrático de derecho, no se puede definir de manera unilateral por los Poderes públicos, sino que éstos deben abrirse al diálogo con los agentes sociales.
Si queremos profundizar en la democracia debemos superar prejuicios de tiempos pasados y aspirar a que las diferentes organizaciones públicas y sociales puedan escuchar las legítimas aspiraciones de la ciudadanía evitando esos interesados filtros que la tecnocracia intenta colocar para que a los que mandan les llegue solo lo que ellos quieren que les llegue. Los tiempos del uso, con ocasión y sin ella, del concepto del interés general como varita mágica o cheque en blanco que todo lo resuelve, ya han pasado. Ahora, si se apela a esta democrática expresión, habrá que empezar a razonar, a justificar o motivar en cada caso y sobre la realidad concreta.
La política es una tarea de rectoría de los asuntos públicos orientada a la mejora de las condiciones de vida del pueblo. En la medida en que la política democrática descansa sobre el Estado de Derecho, la racionalidad debe presidir la confección y elaboración de las políticas públicas, así como su comunicación y explicación a los ciudadanos. Comunicación y explicación son dos funciones bien relevantes de los nuevos espacios políticos que han de realizarse pedagógicamente, dedicando tiempo a exponer las argumentaciones y las razones que justifican la acción de gobierno o la oposición política.
La democracia, bien lo sabemos, implica una particular exigencia de pedagogía política. Efectivamente, en el desarrollo de sus políticas, las formaciones inspiradas en el espacio de centro deben atender de modo muy particular a la comunicación con el entorno social, con toda la sociedad. El trabajo de pedagogía política no es, de ninguna manera, una labor de adoctrinamiento, de conversión ideológica, sino precisamente de transmisión de los valores de las políticas que se proponen o que se realizan. El respeto a las posiciones ideológicas, a los valores que individualmente cada ciudadano defiende, debe conjugarse con la insistencia en la llamada a abrirse a la realidad de las cosas, y a su complejidad, haciendo ver que las soluciones simplistas no son soluciones, que la prudencia es una buena guía en las decisiones políticas, y que esta no está reñida –antes al contrario- con las metas sociales ambiciosas; que importa más el trabajo serio y consolidado que los gestos superficiales y sin fundamento, que bajo la apariencia de progreso esconden un progresivo deterioro de la vida económica y social e incluso de la ética, que nunca tardará demasiado en ponerse en evidencia.
En este tiempo, la exigencia de explicación y de pedagogía es, si cabe, más relevante. Si así no se hace, la gente se siente decepcionada, frustrada, se aleja de los políticos y, es lógico, empieza a abrirse a nuevas propuestas en las que la comunicación y el mensaje, más si es demagógico y desafiante, suponen algo nuevo en relación con lo viejo y caduco.
La pedagogía política impide la demagogia porque la racionalidad es su principal manifestación. Cuando las propuestas o las medidas se pueden explicar porque son razonables, lógicas, con argumentaciones al alcance de cualquier fortuna, es probable que el pueblo soberano pueda comprender mejor el alcance y sentido de esas políticas. Y cuando esas políticas se hacen para todos porque son exigencias de la centralidad del ser humano, entonces se transita por el buen camino y no es difícil explicar las causas y las razones de tal proceder. En cambio, cuándo domina el silencio, la ausencia de explicaciones y la rendición de cuentas es una falacia, la misma democracia va perdiendo enteros. Entonces asoman las demagogias, los populismos, los salvadores de la patria, los manipuladores sociales, todo un conjunto de oportunistas especializados en manejar el descontento y la indignación. Hoy, desde luego, bien presentes en nuestra realidad política.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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