La figura de la Hydra de Lerna es un buen símbolo de la potencia e intensidad de la corrupción. Como sabemos por la mitología griega, Hércules, encargado de terminar con el terrible animal, tuvo muchas dificultades a causa de sus múltiples cabezas y del veneno que supuraba cada vez que se aniquilaba una de ellas. Cada vez que Hércules cortaba una de dichas cabezas, surgían dos nuevas por lo que tuvo que pensar en algún sistema diferente a los empleados hasta el momento. Así, con el concurso de su sobrino, cada vez que cortaba una de las cabezas de la Hydra utilizaba trapos ardientes para quemar los cuellos decapitados. Hércules, como cuenta Apodoloro, cortaba las cabezas y su sobrino quemaba los cuellos degollados y sangrantes. Finalmente, Hércules acabó con la última cabeza del animal aplastándola debajo de una gran roca. Acto seguido, Hércules bañó su espada en la sangre derramada y después quemó las cabezas cortadas para que jamás volvieran a crecer. En fin, un método nada convencional pero efectivo que conjugó la potencia de Hércules con la inteligencia de su sobrino. Probablemente, la combinación de armas que se precisan para acabar con esta terrible lacra social: contundencia e inteligencia.

En la actualidad, en un mundo en profunda crisis y en acelerada transformación, constatamos como esta lacra golpea con fuerza la credibilidad de las instituciones y la confianza de la ciudadanía en la misma actividad pública, también en la privada por supuesto. Es verdad, en estos dramáticos momentos de la historia, la corrupción sigue omnipresente sin que aparentemente seamos capaces de expulsarla de las prácticas políticas y administrativas. Se promulgan leyes y leyes, se aprueban códigos y códigos, pero ahí está, desafiante y altiva,  uno de los principales flagelos que impide el primado de los derechos fundamentales de la persona y, por ende, la supremacía del interés general sobre el interés  particular.  Ante nosotros, con nuevos bríos y nuevas manifestaciones, de nuevo la corrupción, amparada, es una pena, por una legión de políticos y administradores que han hecho del enriquecimiento económico y la impunidad un modus vivendi prácticamente inexpugnable.

Si admitimos la existencia de un derecho fundamental de la persona, un derecho humano a una buena Administración pública,  caracterizada por la justicia, la equidad, la imparcialidad y la racionalidad, entonces la perspectiva de análisis de la corrupción va a depender del grado de percepción social de este fenómenos y de las posibilidades reales de reacción general de la ciudadanía ante los ilícitos penales y administrativos que se perpetren, por acción u omisión, en la actuación de los funcionarios públicos y autoridades políticas. Este es, me parece, la dimensión fundamental del problema. Si el pueblo no tolera la corrupción, la batalla estará ganada, tarde o temprano. Pero si la corrupción no es más que el reflejo de una sociedad enferma, entonces la medicina no es sencilla y es menester que crezca el temple y cultura cívica de la ciudadanía, al final la destinataria de las políticas públicas.

Los datos de la corrupción que conocemos  manifiestan algo que es obvio a poca información y experiencia que se tenga en el trato con el mundo político o empresarial. La corrupción es siempre cosa de dos, y a veces la corrupción es solicitada desde el sector privado y en otras ocasiones desde el sector público.  En realidad, cuándo la población expresa un sentimiento tan generalizado, es porque además de la corrupción evidente percibe otro ambiente de corrupción si se quiere más grave y perniciosa. La corrupción blanca o gris, aquella que no es siempre es formalmente ilegal o que no siempre se puede probar en un proceso judicial. Son los casos de acosos sutiles en el trabajo, las formas de esclavitud laborales producidas por salarios inhumanos, la compraventa de favores a determinados niveles, o, entre otras prácticas, el uso del poder para amedrentar y laminar.

En este contexto, como es lógico, la corrupción ha florecido y se ha desarrollado con una gran intensidad. Una corrupción que está en la base de la crisis económica y financiera y que se debe extirpar si es que queremos de verdad que las cosas cambien sustancialmente. Para ello, los dirigentes de los partidos deberían empezar a sentar acuerdos que impidan el control de determinadas instituciones, que fomenten la democracia interna, que reduzcan notablemente el número de asesores y personal de confianza y, sobre todo, que, de una vez se conviertan en representantes de los electores, no del jefe de filas.

La corrupción en España es una de las principales causas del desapego y desafección de la ciudadanía en relación con la política y con los políticos, con los negociantes y con el mundo de los negocios. No hay que ser muy inteligente para caer en la cuenta de que esta terrible lacra social está minando los fundamentos del sistema político mientras unos y otros, políticos y financieros en general, no se atreven a proponer y adoptar las medidas que la situación reclama y que la población exige enérgica y unánimemente.

Estos días, de nuevo, un Tribunal ha probado prácticas corruptas en el seno de una Administración autonómica con el fin de urdir una trama de compra de votos condenado ejemplarmente a presidentes autonómicos y a varios altos cargos.  Meses antes, otro Tribunal alertó sobre las prácticas corruptas al interior de un partido político como consecuencia de ciertos comportamientos corruptos de empresarios y dirigentes de la formación. 

Un reciente informe de la Universidad de Barcelona resalta con toda razón que la principal arma en la lucha contra esta terrible lacra social es la transparencia. Una propiedad y característica que todavía entre nosotros brilla por su ausencia. Ni hay registros de lobbies, ni las agendas de los políticos están, en términos generales, a disposición de los ciudadanos. Todo lo más se hacen retoques en las webs, en la información oficiosa, que cuando pasa el huracán mediático pasan a mejor vida. Hasta la presidenta de la oficina de transparencia y acceso a la información ha tenido que reconocer que la trasparencia en general brilla por su ausencia en nuestro país.

También se recuerda en el informe del Instituto de Economía de la Universidad de Barcelona que es muy importante una prensa libre y un poder judicial independiente. Por supuesto. Pero lo más importante es que los hábitos y las cualidades democráticas sean firmes y auténticos. De nada sirven las normas y los procedimientos si todavía habita en la mente de no pocos dirigentes una perspectiva controladora de la sociedad, una mentalidad de propietarios y soberanos de los asuntos públicos. Las cosas, afortunadamente, han cambiado, y mucho. Es más, la población, afortunadamente, ya no tolera la opacidad, la prepotencia y la altanería política y cuándo tiene ocasión lo expresa como puede.

En fin, la corrupción no solo campa a sus anchas en los países en desarrollo. En España, por ejemplo, la ciudadanía, con razón, está que trina y dispuesta a enseñar la puerta de salida a tantos y tantos políticos como en estos años se han caracterizado por generar espacios de impunidad y por mirar para otro lado mientras se perpetraba una de las más grandes estafas que imaginar se pueda y cuya factura se pretendió cargar a las espaldas de quienes nada tienen que ver con ella.

En fin, la lucha contra la corrupción no es solo cuestión de leyes y normas, ni tampoco es cuestión únicamente de palabras y gestos. Supone, y no es fácil conseguirlo en poco tiempo, borrar ese magma viscoso y putrefacto que desprenden estas prácticas con conductas y comportamientos que manifiesten servicio y respeto a los ciudadanos. Necesitamos otras formas de hacer y de estar en política. Y de forma urgente.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana