La corrupción  es, según el  último barómetro del CIS, por delante ya del desempleo, la principal preocupación de los españoles. No es de extrañar porque el elenco  de casos sin solución de continuidad que un día y otro también nos regalan los dirigentes de la cosa pública, y también, de la actividad privada, alcanzan efectivamente una situación insostenible desde todo punto de vista. En forma de ilícitos penales o administrativos, el rosario de supuestos que jalonan esta terrible lacra social, se extiende como la pólvora por toda la geografía nacional afectando a todas las formaciones políticas sin excepción. No son sólo el escándalo de las tarjetas “black” de Caja Madrid, los ERES de Andalucía o la presunta trama madrileña de cobro de comisiones, es el cúmulo de irregularidades, negligencias y delitos que se observan en no pocas actividades públicas y privadas, preñadas de una insoportable utilización en provecho propio que en este tiempo golpea, y de qué forma, a millones de ciudadanos que apenas, si es que pueden, llegan a fin de mes.
Además, el incumplimiento sistemático de promesas electorales porque según parece no son del gusto de la tecnoestructura,  también influye en la pésima opinión que la ciudadanía tiene de la clase dirigente en nuestro país. Miles de casos, una pequeña parte de la realidad de la corrupción en realidad, terminan en los juzgados mientras un reciente informe de la UE en la materia muestra que el 97% de los españoles piensa que la corrupción es general. Que se preparen las principales terminales partidarias para la hecatombe que probablemente caracterizará las próximas elecciones.
En este contexto, en el que las espaldas de los más necesitados son las que cargan la factura de la crisis,  es asombroso, se sigue primando a los altos cargos en las dotaciones presupuestarias. Además, es inaceptable,  se consignan en la norma presupuestaria mayores fondos para los partidos políticos ante la indignación general que empieza a caer en la cuenta de que el final del  “felipismo” revive de nuevo, con nuevos protagonistas,  ante la incapacidad de poner coto a tanto desmán y ante tanta podredumbre.
La regeneración democrática en España es un asunto urgente. No es sólo cuestión de estrategias, tácticas,  normas, medidas y códigos. Es sobre todo una cuestión de educación, de cultura democrática, que ante la categoría de los escándalos ha provocado u auténtico terremoto tan previsible como real.  Afecta al temple ético de la sociedad porque, no nos engañemos, los políticos que tenemos son fiel reflejo de la sociedad. Por eso, si seguimos en un panorama general en el que se da por bueno que la empresa sólo tiene sentido para maximizar el beneficio en el más breve plazo de tiempo posible y que en política los votos hay que conseguirlos por el procedimiento que sea, no servirán de nada lo que se pueda hacer en este ámbito. La regeneración que se precisa no es sólo cuestión de normas y legislación, es asunto de mayor calado porque afecta a los verdaderos compromisos y convicciones democráticos. No es la consecuencia de un proceso vertical, sino una exigencia que surge de la vitalidad y temple cívico de un pueblo que dice basta y reclama nuevas políticas y, también,  de paso, nuevos líderes sin nada que ver con la corrupción reinante.
O la recuperación de las cualidades democráticas empieza a nivel personal, empezando por los que más alto están, o seguiremos perdiendo el tiempo. Mucho me temo que para que cambien las cosas sea menester una cierta catarsis que de paso a otro ambiente. Un escenario en el que prime otra forma de hacer política y, sobre todo, otra forma de conducir los negocios. Llegará más pronto o más tarde según el compromiso de los dirigentes en caminar hacia ese objetivo. Si prefieren seguir amarrados al vértice, astutamente pegados a la poltrona, tendremos que esperar más tiempo con obvios riesgos de que los populismos accedan al poder. Si se deciden a dar paso a nuevas personas con mayores convicciones éticas y democráticas, tendremos que esperar menos. Y si el grado del compromiso cívico de la sociedad  fuera el que cabría esperar, entonces el pueblo, de forma pacífica, pero firme, recuperaría de verdad el poder para confiárselo  democráticamente a quienes de verdad lo merezcan, no a esta partida de tecnócratas y pícaros que solo piensan en su posición y en como permanecer en la cúpula, ni a esos populistas que encubren nuevas tiranías como se observa en otras latitudes y enseña el conocimiento de la  historia y de la humanidad.
En efecto, ojo a los nuevos autoritarismos que se presentan como adalides de la participación y del descontento general. Cuidado con estos nuevos salvadores de la patria, ya entre nosotros, que están haciendo el agosto aprovechando la crisis de los partidos tradicionales y la indignación imperante en la sociedad como consecuencia de la forma en que se está gestionando la crisis en general y los escándalos de corrupción en particular. Hoy por hoy están asumiendo el espacio que dejan libre quienes ahora no hacen más que pensar en sobrevivir a la hecatombe. En fin, ante nosotros, una vez más,  la historia de siempre que periódicamente se repite.  Por eso, precisamos de un gran acuerdo general de los principales interlocutores sociales, políticos y económicos,  un gran acuerdo que se construya y se  diseñe entre personas y grupos con convicciones democráticas; es decir, que piensen en España, en su conjunto, y en todos los españoles. Si nos quedamos parados, el tsunami que se avizora en el horizonte nos devolverá a tiempos que pensábamos superados.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya