Acaba de publicarse el índice de corrupción de Transparencia Internacional correspondiente a 2013. El país más corrupto, Etiopía, y el menos corrupto, Dinamarca. España, sobre un total de 183 países ocupa el puesto número 40 y sigue bajando posiciones en los últimos tiempos.
Todos los años, como es sabido, la ONG Transparencia Internacional publica su índice de percepción de la corrupción. Se trata de un ranking elaborado a partir de encuestas y preguntas formuladas a diversos agentes económicos y sociales. Se mide la percepción, no la realidad. En cualquier caso, la percepción de la corrupción en relación con el año pasado sigue creciendo.
En efecto, de los 183 países escrutados, apenas una cuarta parte obtiene un aprobado. Este dato, de por sí preocupante, arroja, sin embargo, un dato esperanzador: la indignación de la población ante estas prácticas ha crecido sustancialmente. Ahí están los movimientos de “indignados” en muchas partes del mundo, ahí está el clamor de muchos millones de ciudadanos que exigen cambios radicales en esta materia. En España, en las elecciones del 25M la corrupción ha pasado alguna factura y probablemente en las próximas autonómicas y locales termine por provocar cambios relevantes en el mapa político de muchos Entes autonómicos y locales en nuestro país.
Los países más corruptos en 2013, como cabría esperar, son los más pobres: Etoipia, Sudán, Libia e Irak son los que están en el vagón de cola. España sigue bajando posiciones y ahora ya está en el puesto número 40. Es verdad que tenemos muchos países por detrás como la propia Italia o Grecia. Pero ello no debe ser un consuelo porque la calificación que se nos otorga en relación con la percepción de la corrupción sigue siendo manifiestamente mejorable. La reciente ley de transparencia y acceso a la información finalmente no fue tan abierta como se esperaba y los escasos hábitos de rendición material de cuentas explican la nota tan baja que tiene un país que debiera estar a la altura de los más transparentes como Dinamarca, Nueva Zelanda, Finlandia, Noruega o Suecia.
En el área iberoamericana tampoco hay grandes novedades. Venezuela se lleva la palma de la corrupción y, de nuevo Chile y Uruguay, por encima de España, obtienen notas altas como consecuencia de la seriedad y rigor en la gestión y administración pública. Es sabido que en estos dos países la estabilidad social, política y económica, y la existencia de una relativa clase media real, explican estas calificaciones.
Tienen mejores calificaciones que España países como los ya citados y, además, Singapur, Holanda, Barbados, Bélgica, Polonia, Japón, Chipre o Brunei. Es preocupante la caída de posiciones que experimenta España, un país en el que los ciudadanos siguen pensando que la corrupción es, junto al desempleo, el problema más grave que nos aqueja. Un problema que salpica a políticos de todos los partidos políticos sin excepción. Un problema extraordinario al que, sin embargo, no se aplican remedios de la misma naturaleza. Un problema que está abonando el terreno a los populismos y a la demagogia. Un problema que está distanciando a las personas de la política. Un cáncer al que la acción del gobierno, junto al desempleo, debiera concentrar más medios materiales y más medios personales.
La percepción de la corrupción, pues, sigue su curso. La indignación de la ciudadanía, reclamado gobiernos más transparentes y más pendiente de los problemas reales del pueblo es, desde luego, un síntoma esperanzador. Sin embargo, a pesar de tantas normas, de tantos códigos y de tantas iniciativas como las que en la actualidad existen en todas las latitudes, la codicia y el afán desenfrenado de poder y dinero sigue presente en la vida de los dirigentes de la política, y también, como lógica consecuencia, o, mejor, como fundamento, de los poderosos del mundo financiero y económico. Y de qué manera.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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