Estos días el CIS confirma algo que es obvio y patente en la sociedad española: que la corrupción es la segunda preocupación de los españoles tras el paro. No es casualidad porque el rosario de escándalos públicos y privados que invade nuestro país es consecuencia de una grave crisis moral que no por ignorarla es menos relevante.
En este contexto, a pesar de la opinión mayoritaria de quienes son consultados por el CISS, sorprende la escasa capacidad de reacción de un pueblo que, a pesar de los pesares, no dispone del temple cívico y moral que sería exigible ante la magnitud de tales fechorías. Llo saben, y lo promueven, los representantes de las tecnoestructuras dominantes que comprueban a diario como la insensibilidad general les permite seguir haciendo su agosto en todos los sentidos.
En estos años, como sabemos, la proliferación de casos de corrupción a lo largo y ancho de la geografía nacional ha disparado las alarmas en los cuarteles generales de los partidos políticos. Aunque no se debe etiquetar a todos los políticos por lo que hacen algunos, la realidad es que el nivel que tenemos es el que es, el que todos sabemos. Es sabido que los partidos son las instituciones más desprestigiadas de la vida democrática española, tal y como año a año registran las encuestas. En este ambiente, lo que ocurre es consecuencia de la forma de selección de los cargos públicos, de la manera de componer las listas electorales o, si se quiere, de los criterios que se exigen para integrar los cuadros directivos de las juventudes de las formaciones partidarias.
La corrupción es un fenómeno universal tan antiguo como el propio ser humano. La conversión del poder público en una suerte de maquinaria de enriquecimiento personal o de grupo no es algo propio de este tiempo. El uso de los cargos públicos como plataforma para la afirmación personal y la exhibición de la potestad de mando es muy antiguo. El ejercicio del poder para laminar a los adversarios no se ha inventado hoy. El panorama político español está, a día de hoy, sumido en una profunda degradación que empieza a hastiar a no pocos ciudadanos que ven como en plena crisis económica, unos desalmados se dedican a engrosar sus cuentas corrientes con la compra y venta de la información privilegiada, con el tráfico de influencias o, más descaradamente, con sobornos, dádivas y otras lindezas. Han salido varios casos de corrupción que afectan la mayor parte de los partidos del arco parlamentario. Es probable que, si al poder constituido le hace falta, salgan muchos más casos, algunos bien conocidos que están a la espera de que convenga su publicación e investigación.
Así están las cosas. Bien está que ahora los partidos pretendan revisar sus “códigos éticos” para endurecerlos y presentarse ante los ciudadanos como instituciones regeneradas. La cuestión, sin embargo, no depende exclusivamente de normas o códigos. Claro que éstas y éstos son bien importantes. Por supuesto. El problema es que junto a las normas y a los códigos, es menester que de verdad se renueven los compromisos democráticos por los dirigentes y representantes y que los políticos se dediquen al bien público, a la mejora de las condiciones de vida de la gente. No a satisfacer el ego personal, el protagonismo y, tantas veces, la cuenta de resultados.
Desde luego, no es sencillo cambiar el panorama político español. No se hará de la noche a la mañana porque se sabe que la corrupción ha crecido en este tiempo y que no se puede extirpar de un plumazo. Más bien, de lo que se trata es de reconocer ante la ciudadanía que algunas cosas se han hecho mal. Que no pocos se han aprovechado de su posición política. Que es menester evitar que el personal se perpetúe en los cargos. Que hay que dar entrada en las formaciones políticas a quienes puedan aportar experiencia y eficacia en la gestión en lugar de permitir el acceso a quienes vienen a beneficiarse personal y patrimonialmente.
Bienvenidos los códigos y las normas contra la corrupción porque así la gente sabe a qué atenerse. Bienvenidos si se cumplen o se hacen cumplir en lugar de mirar para otro lado cuando no conviene su cumplimiento. Y, junto a las normas y a los códigos, ejemplaridad en el servicio a los ciudadanos. Buena cosa sería que los políticos bajaran más a ras de tierra, que se acercaran más a la convivencia con quienes de verdad sufren y están excluidos del sistema. Cuando los políticos se ocupan en serio de los asuntos de interés general, entonces ordinariamente no hay tiempo para la conspiración ni para el uso interesado del cargo público. En cambio, cuando el fin de la actividad política consiste en el cálculo y en la astucia para permanecer en la cúpula como sea, entonces la corrupción, de una y otra forma, con más o menos intensidad, está servida. ¿O no?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es
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