La crisis del Estado del Bienestar es clara, está fuera de duda. No solo desde el punto de vista económico, sino también, y ello es más importante, como modelo de Estado. Sobre todo, esa versión cerrada y unilateral denominada Estado de bienestar estático que ha fracasado estrepitosamente.
Por eso, aunque lentamente, se está recuperando una nueva forma de entender lo público, no como algo propio del Estado, sino como algo en lo que tiene que participar el ciudadano, la sociedad civil. Se está rompiendo el monopolio que hasta ahora tenía el Estado frente a los intereses públicos. Y, además, está reapareciendo la idea de que el Estado está para fomentar, promover y facilitar que cada ser humano pueda desarrollarse como tal a través del pleno, libre y solidario ejercicio de todos y cada uno de los derechos humanos. Por tanto, el ser humano, la persona es el centro del sistema, el Estado está a su servicio y las políticas públicas, por tanto, también. En este contexto surge espontáneamente el principio de subsidiariedad y se justifica que el Estado sólo debe actuar cuando así lo aconseje el bien común. Es más, debe el Estado hacer posible una sociedad más fuerte, más libre, más capaz de generar iniciativas y con mayor capacidad de responsabilidad política.
El Estado debe permitir que cada ciudadano se desarrolle plenamente y que pueda integrarse en condiciones dignas en la sociedad. La muerte del «Welfare State» no es la muerte de una manera más social de ver la vida, sino la muerte de un sistema de intervención creciente que ha terminado asfixiando y narcotizando al ciudadano. Por lo demás, las propuestas que aquí se esbozarán participan de la necesidad de seguir luchando por el Bienestar, pero con otra metodología, con otra forma de interpretar la función esencial del Estado.
El Estado del Bienestar, tal y como se ha manifestado en Europa en los últimos años ha asumido los gastos de la sanidad, las pensiones de jubilación, el sistema educativo y los subsidios de desempleo. Sin embargo, ha sido, en muchos casos, una tarea propia y exclusiva del Estado, sin abrirse a la sociedad, con lo que el Estado ha tenido que correr con todos los gastos hasta que se acabó la financiación. Esto es, simplemente, lo que está aconteciendo en este tiempo a gran velocidad. Parece mentira pero era un sistema, más tarde o más temprano, abocado al fracaso porque la crisis económica que ha producido semejante gasto público acabaría apareciendo. Se produce un elevado déficit público, un aumento importante del paro y, consiguientemente, un imposible recorte de las prestaciones sociales, que es el elemento identificador del Estado del Bienestar.
Se ha dicho que si el colapso del sistema de tipos de cambios, que si el crecimiento de la inflación, o que si el aumento del precio del petróleo, o que si la disminución de la demanda productiva eran causas de la crisisProbablemente, como también lo ha sido el crecimiento del sector público, o la corrupción inherente a todo sistema de intervención administrativa. Es cierto, pero lo más interesante es poner de manifiesto que el sistema ha fracasado en su propia dinámica: a pesar de aumentar la presión fiscal y de, lógicamente, aumentar el gasto público, resulta que los servicios públicos no eran proporcionados al gasto. ¿Por qué?. Sencillamente, porque hemos seguido viviendo en una Administración para quien el ciudadano es la justificación para crecer y crecer y porque no ha calado en los políticos la Ética Política propia de un Estado que aspira a instaurar el verdadero bien común.
Porque, no se puede olvidar, que ni siquiera en los momentos de prosperidad se ha incentivado el ahorro. Es más, se ha propagado, desde el Estado, porque era «conveniente», una manera de vivir en la que cada vez era necesario «más», cada vez era necesario consumir más y más, hasta el punto de que ¡oh paradoja!, ha sido el Estado del Bienestar el principal responsable del consumismo hoy imperante. Pero es que, además, tampoco se ha incentivado, en las épocas de bonanza, la inversión a pesar del crecimiento incesante de los salarios. El colmo ha sido que, en algunos países, se ha disparado el paro de una manera alarmante. Hay mas: esta mentalidad asistencial, por una parte, -porque por otra genera, consumismo- ha ido calando poco a poco hasta conseguir la improductividad económica. En este contexto, la natalidad desciende preocupantemente; se alarga la esperanza de vida. Aumenta, de esta manera, el número de personas que deben cobrar pensión de jubilación o de desempleo y desciende el número de personas que cotizan.
Lógicamente, en estos términos, las prestaciones sociales han tenido que disminuir poniendo en entredicho un sistema que parecía invencible. Se anuncia que es aconsejable que los funcionarios dispongan de planes privados de pensiones. La mitad o más de los presupuestos públicos se dedica al pago de prestaciones sociales.
En definitiva, tenemos deudas públicas elefantiásicas, una déficit público colosal mientras la presión fiscal no para de crecer ¿Qué pasa, entonces?. Pues que el ciudadano se ha acostumbrado a esperarlo todo del Estado y, si nos descuidamos, a veces los empresarios necesitan de la subvención para todo, absolutamente para todo. Se ha generalizado una peligrosa cultura de la subvención que ha enganchado a los ciudadanos y a sus agrupaciones en la todopoderosa maquinaria del Estado. El que paga manda, dice el refrán: y es así; de forma que la tentación de la extensión del poder ha sido ampliamente colmada hasta llegar a la más pequeña de las asociaciones de vecinos, porque no se quiere dejar nada a la improvisación. Eso sí, mientras tanto, los ciudadanos hemos ido perdiendo sensibilidad social y capacidad de reacción. Cada vez somos más dependientes del poder y menos libres. Desde luego, así no podemos seguir.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana