En un tiempo de incertidumbre, de crisis de civilización, de dominio de lo mediático, del consumismo insolidario y devbaja intensidad del pensamiento crítico, conviene subrayar la centralidad y radicalidad de los derechos humanos y de la dignidad personal como valores que preceden al poder y al Estado. Sabemos, y muy bien, que los derechos humanos no los crea el Estado ni los otorgan discrecionalmente los gobernantes: son derechos y libertades innatos al hombre y, por lo tanto, no sólo deben ser respetados por el legislador y el gobierno, sino promovidos por los poderes públicos y los privados. Tienen la configuración jurídica de valores superiores del Ordenamiento y deben inspirar el entero conjunto del Derecho positivo. Entre ellos, la libertad de expresión ocupa, por derecho propio, un lugar central.
Los derechos fundamentales son derechos que derivan de la dignidad del ser humano y fundamentan la propia condición personal. Son, por ello, intocables, inviolables, indisponibles para legisladores y gobiernos. Son valores que nadie puede ni debe manipular, que nadie puede, ni debe, violentar. El derecho a la vida, la libertad de expresión y tantos otros derechos fundamentales de la persona han de ser la garantía de la preservación y respeto de la libertad solidaria del ser humano y el ambiente natural en el que los ciudadanos convivan pacíficamente. Alexy los ha llamado derechos subjetivos de especial relevancia porque no dependen de las mayorías ni de las minorías.
No hace mucho asistimos sobrecogidos a los horrores del nazismo, del fascismo o del comunismo, y de su concepción totalitaria basada en la quiebra absoluta del predominio universal de los derechos humanos. Hoy, en los inicios de un nuevo siglo en el que el horizonte se vislumbra con tonalidades oscuras y ciertamente tenebrosas, estamos dominados por la dictadura de lo correcto y eficaz, tenemos miedo a la verdad, tenemos miedo a la libertad solidaria y vivimos casi presos del dogma mediático, en manos de los sumos sacerdotes de esa tecnoestructura que reparte a diestro y siniestro certificados de admisión al espacio público. En este contexto, a través del populismo, provocado desde las terminales del dominio del poder y del dinero, se asoma una nueva, y también inquietante, forma de totalitarismo.
En este ambiente, y a pesar de los pesares, debe levantarse la voz a favor de la incondicionalidad e indisponibilidad de los derechos humanos porque incluso los que afectan a la vida de las personas, están siendo duramente violados. Es el caso lento, constante, de la clonación de embriones, de la conservación de fetos con finalidades de investigación, de toda suerte de experiencias de ingeniería genética para predeterminar a la carta seres humanos, en los que se busca, más o menos directamente, la quiebra de la dignidad inviolable e igual de todas las personas, eso sí, acompañada de pingues beneficios para unos pocos que han sabido comprar los buenos sentimientos de tanta gente de bien.
Y no digamos el embate a que se está sometiendo a la libertad educativa, o a la libertad de expresión ante la eclosión de esos nuevos templos de la libertad erigidos en estandartes de la nueva censura. Incluso la libertad de investigación se lesiona cuándo sólo se priman determinadas líneas de investigación que equivalen a santificar la cultura de la muerte. Nunca tan pocos han ganado tanto dinero y poder como en este tiempo a través de la promoción del consumismo insolidario En fin, no son buenos tiempos para las libertades aunque, como siempre ha acontecido, son buenos tiempos para empeñarse en la apasionante aventura de la conquista diaria de la libertad, hoy, otra vez como antaño, de moda. Ahora también, con un alto coste.
Insisto, los derechos humanos son incondicionales. Tienen el carácter que Kriele predicaba de ciertos derechos que fundamentan el entero edificio jurídico. Incondicionales quiere decir lo que quiere decir. Ni más ni menos. Si empezamos a invocar buenos fines para justificar lo injustificable y atacamos el pluralismo la, veracidad o el respeto al honor, estamos abriendo el camino a la posibilidad de manejar a nuestro antojo lo que nos identifica como seres humano. Estaremos ante un mundo sin principios, sin defensa para los débiles; en definitiva, ante un mundo inhumano en el que unos pocos quieren el mando a toda costa. Si no se reacciona, nos acostumbraremos a esos monstruos que mañana nos devorarán.
En todo caso, si se considera, por ejemplo, que en el ejercicio de la libertad de expresión, alguien ha violado el orden jurídico, que lo plantee ante el juez. Si volvemos a esa monserga de ser juez y parte, otra vez entonces habremos entrado, si es que no lo estamos ya, al mundo de la opacidad, de la penumbra y de la oscuridad para los derechos y libertades ciudadanas. Ni nos lo merecemos, ni lo vamos a tolerar.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo y vicepresidente de la Asociación Internacional de Metodología Jurídica.
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