La existencia de mercados a nivel trasnacional, sin regulación real, junto a la constatación de la presencia de instituciones y organismos públicos, privados o híbridos que dictan actos y normas relevantes desde la perspectiva global para el interés general, ponen en cuestión la esencia de la democracia y del Estado de Derecho.
En efecto, si la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, la superación de las barreras del Estado-nación para la toma de ciertas decisiones está quebrando las bases de un sistema político basado en la participación ciudadana y en el principio de juridicidad. Ahora, las “fuentes” de estas peculiares reglas se encuentran en la denominada racionalidad técnica o en el “expertise”. De sometimiento a normas globales, nada de nada. No se dictan porque tampoco existen instituciones con competencias en la materia.
El poder económico y financiero campa a su libre albedrío despreciando, en ocasiones, la existencia de reglas y de control. Piensan los ideólogos de la no regulación o de la mínima regulación, que la eficiencia económica desaparecería si la burocratizamos o la encorsetamos con procedimientos administrativos minuciosos. Pues bien, hoy más que nunca, a la vista de lo que está aconteciendo, necesitamos de buena regulación, ni poco ni mucha, la imprescindible. No es cuestión de cantidad sino de calidad. Precisamos regulaciones globales para que el Derecho acompañe a las decisiones económicas y financieras globales. Además, si como parece la democracia debe instalarse también en las estructuras globales o universales, es menester pensar y diseñar un nuevo sistema político en el que, efectivamente, la ciudadanía a nivel global tenga el poder que le corresponde. Algo todavía incipiente, “in fieri” podríamos decir.
No hace mucho Ulrich Beck comentaba que es necesario reinventar la democracia a nivel transnacional pues muchas decisiones no se toman ya a nivel local, lo que significa que la mayor parte de las medidas que se adoptan van más allá de la participación. A juicio de este eminente sociólogo, tenemos que pensar que tipos de elementos de la democracia tradicional se pueden utilizar para que aquellos que toman las decisiones a nivel global sean responsables, sepan que hay controles eficaces y que deben dar cuentas a la ciudadanía de sus resoluciones. Si hoy no se responde en tantas instancias supranacionales sencillamente es porque no hay ante quien responder. Si hoy ciertas decisiones no son controlables, el peligro de la corrupción es evidente. Sin responsabilidad, sin control y sin presencia ciudadana, el sistema democrático es una quimera. Hoy, las palabras irrecurribilidad, irresistibilidad o inimpugnabilidad en relación con ciertas decisiones globales empiezan a producir la lógica inquietud en quienes confían en un sistema basado en el principio de juridicidad, en la separación de poderes y en el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona, sean de naturaleza individual o social.
En efecto, si no hay separación entre los poderes a nivel global porque existe un obvio predominio del poder financiero, fallan las bases del Estado de Derecho. Si esas decisiones, además, no traen causa de la participación del pueblo, adolecen de una ausencia preocupante de legitimidad. Insisto, Si las fuentes de estas nuevas reglas se reducen a la racionalidad técnica y al “expertise” es claro que el principio de juridicidad brilla por su ausencia. Si a eso añadimos que tampoco existe un poder judicial a nivel global, entonces tenemos que empezar a preocuparnos y diseñar un modelo democrático a nivel global, empezando por los espacios supranacionales, buscando que economía y derecho caminen en la misma dirección. Democratizar la democracia y desmercantilizar el mercado: dos desafíos fundamentales de este tiempo. Quién lo diría años atrás.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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