Se cumple este año el XXV aniversario del fallecimiento de Friedrich A.Von Hayek,(1899-1992), uno de los pensadores que mejor supo entender el liberalismo y adaptarlo al mundo contemporáneo. Aunque no siempre fue bien entendido, como suele ocurrir con las mentes geniales, siempre trató de afirmar la libertad frente a los totalitarismos y de criticar la intervención asfixiante del Estado en la vida de los ciudadanos.
Su pensamiento, y, sobre todo, su concepción de la libertad están, a día de hoy, más de actualidad que nunca. Hoy, cualquier observador, más o menos atento a lo que pasa, es muy posible que se pregunte, extrañado, por qué en este tiempo se plantean, con ocasión y sin ella, determinados recortes, limitaciones, de las libertades que tanto costó recuperar pacíficamente no hace muchos años. Es una pregunta que no es baladí y que manifiesta, a mi juicio, la temperatura democrática que realmente discurre por las venas de nuestro sistema político y por la realidad del compromiso democrático de los ciudadanos.
Hayek siempre consideró que la libertad es un bien frágil, que no se debe dar por supuesta, que no se regala, que hay que conquistarla día a día. Más bien, hay que estar vigilante para ejercerla, para defenderla y para promoverla. La libertad basada en sólidos principios jurídicos y morales es la que interesa. No esa “libertad” que nos ofrece el colectivismo, de izquierdas o de derechas, que termina por ahogar a la persona en función del fin general, ya sea el de una clase, el de una raza, el del Estado o el de la nación. Por eso, Hayek era refractario de los proyectos que sacrifican a la parte por el todo.
En el Estado de bienestar estático, el individuo queda atrapado por una malla de intereses, se impide la iniciativa y se lamina, de alguna forma, la responsabilidad personal. Los Poderes públicos terminan por construir el interés general desde los observatorios y las atalayas del pensamiento único. Hasta el punto, en algunos países es notorio, que se intenta inculcar desde el vértice consignas y mandatos de orden moral con pretensión de obediencia ciega. Es el Estado moral, que aspira a condicionar nuestro comportamiento en función de ciertas ideas. El Estado que nos dice lo que está bien y lo que está mal, lo que debemos comer, lo que debemos dormir. El Estado que, so capa de la neutralidad y de la defensa, protección y promoción de los derechos humanos se atreve a decirnos como debemos vivir
La denominada extensión de los derechos civiles, por paradójico que parezca, ha conducido a flagrantes de recortes de las libertades de quienes son considerados por la tecnocracia dominante ciudadanos, hombres y mujeres, que no merecen disfrutar de determinadas posiciones y situaciones jurídicas porque no abrazan con la suficiente intensidad los nuevos dogmas que define periódicamente la tecnoestructura.
En este ambiente, libertad, libertad y libertad; pluralismo, pluralismo y pluralismo; respeto a la diversidad, tolerancia positiva y menos prepotencia, menos autoritarismo, menos fundamentalismo y menos totalitarismo. Aunque no nos gusten las opiniones ajenas, tenemos que acostumbrarnos a convivir con ellas en un ambiente abierto, plural, dinámico y complementario.
Ciertamente, los actuales no son buenos tiempos para la libertad. Por eso, de nuevo la lucha por la libertad aparece como tarea apasionante para quienes aspiren al libre pensamiento, a la visión crítica y a expresar sus propios puntos de vista. Sobre todo en un mundo en el que los ciudadanos se acostumbran a que el Estado imponga valores morales, referentes éticos o una idea de lo que es la vida buena. En un mundo en el que la libertad tiene un precio y son pocos los dispuestos a pagarlo. Muy pocos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo.
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