La actividad política, qué le vamos a hacer, está hoy bajo sospecha. Lo saben sus protagonistas y lo perciben los electores. Junto a la corrupción y a la falta de sintonía con los ciudadanos y con la realidad, otro de los factores que incide en la actual desafección ciudadana reside en la preparación profesional de los políticos. Es decir, ¿deben los políticos disponer de conocimientos y competencias acreditadas para el manejo y dirección de la cosa pública?. ¿Exigen los ciudadanos a los políticos un nivel profesional elevado para ser sus representantes en el proceso de elaboración de las leyes, en la realización de políticas públicas concretas o en la tarea de oposición y crítica a los gobiernos?. ¿Quieren los electores que los asuntos generales estén en manos de personas con conocimientos y aptitudes adecuadas para las tareas de rectoría de la cosa pública que deben realizar?. ¿Se preocupan los partidos de convocar y seleccionar a personas rectas que den garantías de profesionalidad y sentido común?.
En efecto, según parece, los ciudadanos, más en una época de crisis, desean que quienes se dedican a la muy noble y relevante administración y gestión de la cosa pública, sean personas con altas competencias profesionales porque, en efecto, la tarea que tienen entre manos es de suma importancia para la mejora de las condiciones de vida de todos y cada uno de los miembros de la comunidad. Por eso, cuándo trasciende en la opinión pública el curriculum de alguna persona que ha sido llamada a relevantes responsabilidades públicas el comentario del pueblo es, además de inevitable, certero, pues es menester exigir un exigente nivel cultural y profesional. Y, desde luego, quienes vayan a la actividad política deben tener, por obvias razones, resuelta su vida profesional. Si se hiciera una encuesta sobre este particular, nos quedaríamos sorprendidos del resultado.
En este ambiente, la política se demoniza y para muchos ciudadanos no es más que un reducto de mediocridad, donde abrevan desde los especialistas en la adulación, hasta quienes precisan de determinados procesos de autoafirmación personal pasando por los que desean lucrarse lo más rápido posible. Es decir, si se baja el nivel de la competencia profesional para la política y lo percibe la población, tarde o temprano se producirá la desafección, apatía e indiferencia que caracteriza el panorama general en el que vivimos en este tiempo.
Así las cosas, las personas con trayectoria profesional, con prestigio en su actividad y con la vida resuelta, como suele decirse, poco o nada quieren saber de la política pues muchas veces van a tener que trabajar, a veces en relación de jerarquía, con personas de escaso bagaje profesional y baja consistencia moral que si no fuera por la política no tendrían actividad profesional conocida.
En este contexto se ha propuesto la teoría de la puerta giratoria. Es decir, se trataría de convocar a los cargos públicos a destacados profesionales que una vez pasado un cierto tiempo regresan a sus actividades profesionales. Por ejemplo, abogados, médicos, economistas. Sin embargo, como nada hay perfecto bajo el sol, esta opción no siempre funciona bien. A veces porque estos profesionales no conocen el funcionamiento real de los partidos, a veces porque la vuelta, salvo en el caso de los funcionarios, no es quizás en las mismas condiciones, y a veces porque estos perfiles deciden repentinamente continuar en la actividad pública y no volver a su actividad profesional.
En fin, una posible solución es formar desde los partidos a los cargos y responsables públicos, como hace cualquier empresa. No está mal aunque hasta el momento tales actividades, en términos generales, no parece que tales iniciativas formativas hayan sido continuas y constantes. Otra posibilidad es que los partidos y los gobiernos encarguen a instituciones académicas especializadas esta tarea.
En definitiva, la competencia profesional de los políticos parece que es exigida por la ciudadanía. Hoy en términos generales el nivel y categoría profesional de la clase política es más bien bajo. Por eso, no es de extrañarse que la ciudadanía, poco a poco, se vaya distanciando de una tarea que ellos quieren reservada a personas preparadas, sin relevantes necesidades económicas, y comprometidas de verdad con la mejora de las condiciones de vida de la ciudadanía.
Por aquí discurren algunas soluciones a la galopante corrupción que caracteriza la política en España y a la recuperación de la dignidad de, probablemente, la más elevada actividad a que se puede entregar el ser humano: gestionar lo de todos para que todos vivan, en democracia y libertad, mejor. No se trata, ni mucho menos, del gobierno de los sabios que propusiera siglos atrás Platón, se trata de que los ciudadanos estemos orgullosos de la actividad política porque quienes la desempeñan son personas con una preparación suficiente, con cualidades éticas y, sobre todo, que dignifican una actividad que hoy, lo siento pero es así, está bajo mínimos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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