La  denominada declaración unilateral de independencia del Parlamento de Cataluña invita a reflexionar sobre un modelo de Estado que precisa de cambios y replanteamientos para que responda al mandato constitucional. Vaya por delante que el sistema de distribución territorial del poder diseñado en nuestra Carta Magna  merece el más positivo de los juicios. Los ciudadanos, a través de la descentralización política y administrativa, cuándo se realiza con eficacia y al servicio del pueblo, participan realmente en el ejercicio del poder. Esta es la clave, que el sistema autonómico funcione al servicio de las personas, de todos los ciudadanos,  que su organización y estructuración se plantee al servicio de la gente. En el Estado social y democrático de Derecho las instituciones están para atender con eficacia y racionalidad al pueblo, para trabajar al servicio objetivo de los intereses generales. Unos intereses que, en el caso de las Autonomías, son su razón de ser y se refieren a determinados aspectos de su realidad propia que, bajo un autogobierno y una autoadministración razonables, contribuyen de manera soberana a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.
 
El modelo autonómico, treinta y nueve después de su alumbramiento, requiere de reformas. Es lógico, el tiempo pasa y es menester periódicamente revisar el funcionamiento de los modelos y de las instituciones. Su revisión debería haberse realizado antes, mucho antes. Por ejemplo, cuándo se reclamó con sentido de Estado y moderación la denominada Administración común, ordinaria o sincronizada, allá por la década de los noventa del siglo pasado. En efecto, por entonces se planteó, ni más ni menos, la adecuación del esqueleto,  de la planta,  de la estructura de las Comunidades Autónomas de forma que el aparato público estuviera  más en consonancia con la mejor gestión de los intereses públicos autonómicos. No se hizo caso a tal propuesta y el esqueleto y la planta de los Entes autonómicos siguieron sin límites el modelo estatal. Efectivamente, un modelo diseñado para estar cerca de la gente se convirtió con matices en un modelo burocrático, alejado de las personas e instalado en las estructuras, desde las que se optó, con un olvido sistemático de su fin propio, por la perpetuación en el poder de sus principales actores.
 
En aquellos años de finales del siglo pasado, bien lo recuerdo, se habló y se escribió no poco acerca de la racionalización del sistema autonómico. Por una razón, porque las Autonomías  ya por entonces se lanzaron a una loca carrera por emular e imitar, también institucionalmente, al mismo Estado. Es la época en que se reproducen mecánicamente, como un eco loco, todas y cada una de las instituciones que conforman la esencia misma del Estado, también las funciones consultivas y de control. Incluso los rótulos de las dependencias de los ejecutivos autonómicos no pocas veces coincidían con los del Estado. En otras palabras, por alguna razón no difícil de adivinar, desde luego no conectada con la racionalidad y la eficacia, menos aún con el  servicio real a las personas, se prefirió levantar un complejo sistema estructural, oneroso donde los haya,  que demandó el reclutamiento de miles y miles de personas, por supuesto con sueldos más elevados, en términos generales, que los percibidos por el personal al servicio de la Administración del Estado.
 
En mi opinión, el modelo autonómico reclama un esfuerzo de racionalidad para el mejor cumplimiento de sus funciones. En este tiempo, se ha demostrado que replicar estructuralmente al Estado-nación no es la solución. La solución se encuentra en buscar un modelo de organización propio, que no tiene que ser el mismo en todo el territorio. Ni mucho menos. Se trata de buscar, con inteligencia y sentido común, un modelo que permita el mejor  ejercicio de políticas propias en el marco constitucional para tender de la mejor forma las peculiaridades o singularidades que conforman la propia identidad colectiva. Un modelo diseñado en función de las personas, de sus necesidades colectivas, no en función de las estructuras. Para eso es menester otra manera de aproximarse a la cuestión menos organizativa y más vital, menos burocrática y más real. Más abierta a las necesidades reales de  los ciudadanos, más comprometida con la mejor administración de los intereses públicos propios.
 
En este contexto, buena cosa sería analizar con rigor y seriedad el mapa competencial, también para introducir en el a los siempre preteridos Entes locales. Tras casi cuarenta años de desarrollo constitucional parece claro que hay que emprender un camino de mayor claridad en esta materia. Mientras la penumbra y la ambigüedad dominen el panorama, los supuestos de duplicación o triplicación de competencias seguirán campando a sus anchas. Y, obviamente, la duplicación o triplicación de órganos es una realidad, así como el escandaloso aumento de gasto público que ocasionan estas disfunciones.
 
Como suele decirse, nunca es tarde si la dicha es buena. En épocas de crisis, hay que racionalizar y simplificar el modelo Tenemos una gran oportunidad de pensar  un nuevo modelo de organización y estructura más eficaz, que piense más en los habitantes y en los intereses públicos propios y, sobre todo, que cueste menos. El modelo autonómico debe fundarse, en lo que atiende a su planta y estructura, sobre nuevos planteamientos.  Los excesos del diferencialismo  y del soberanismo, que han conducido a Cataluña a una crisis sin precedentes, deberían animar una reforma en profundidad del sistema, no para recentralizar competencias sin más, sino para situar cada competencia donde mejor sirva a los intereses generales, donde sea más útil a los ciudadanos.
 
El perfeccionamiento y mejora del modelo autonómico debe ser pactado entre los partidos políticos y las organizaciones e instituciones capaces de aportar rigor al debate. Si se reforma  unilateralmente, si se introducen criterios de pensamiento único o si se actúa mecánicamente, habremos hecho un pan con unas tortas. En cambio, si se piensa de verdad en la mejora de las condiciones de vida de las personas y si se razona acerca de la mejora del autogobierno al servicio de los intereses generales, el sentido de las reformas y el camino por el que deben discurrir es bien sencillo. Como decía Von Ihering, un jurista alemán que bien conocen los profesores de derecho público, la verdadera reforma administrativa es la de esa mentalidad de los dirigentes de la cosa pública que la inercia les impide avanzar. Una mentalidad, me temo, que ha estado más  pendiente de las estructuras que de las personas. Por ahí, me parece, van los tiros,
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es