La libertad es un bien tan preciado como dificil de encontrar encarnado en la vida de las personas. Por muchas razones. Una, y quizás la más relevante: que la libertad tiene un precio, a veces demasiado caro, que se prefiere evitar por las consecuencias que pued acarrear. Es más cómodo, y también más alienante, someterse, amilanarse, renunciar a la propia personalidad y a las idas que se puedan tener, que vivir bajo esa máxima tan atractiva de tanta libertad como sea posible y tanta intervención como sea imprescindible.
Sin embargo, siempre es mejor un ejercicio éticamente erróneo de la libertad que su progresiva desaparición a manos de estos nuevos invasores que sutilmente la van desnaturalizando hasta, finalmente, reducirla a las estrechas paredes de la intimidad personal. Es decir, obervamos una sinuosa tendencia a confinar la libertad a la interioridad de las personas, cancelando su dimensión externa por la sencilla “razón” de que del mundo exterior ya se encarga esa cúpula que decide unilateralmente lo que es bueno y lo malo, lo que es correcto e incorrecto.
A veces, las decisiones relevantes se remiten a niveles abstractos y se ciega la fuente última de la producción de sentido vital, de manera que, la propia distinción entre lo éticamente acertado y lo éticamente erróneo -entre lo humano y lo no humano- se esfuma. Es decir, se impide el riesgo de la espontaneidad cívica, controlándola desde todos cuantos aspectos sea posible.
En este ambiente, se desconfía de la capacidad y facultades de la gente para descubrir y adherirse, en su caso, a la verdad. ¿Cómo van a llegar a la verdad esas pobres criaturas sin educación ni formación?, se escucha en las profundidades de ese tecnosistema que jamás permite que se hable en su presencia de educación y sentido crítico de la vida. En este contexto, no se puede tolerar la competencia moral de los ciudadanos porque en el fondo se considera que el curso de su racionalidad práctica es defectuoso. Se llega incluso a justificar la intervención en nombre de los ciudadanos, en que éstos tienen su racionalidad enferma a causa de “limitaciones” étnicas o religiosas, a causa de intereses egoístas o de emociones aceptables pero no universalizables. Incluso, es el colmo, se argumenta la no necesidad de los referéndums en la necesidad de que las decisiones técnicas las adopten nuestros representantes porque se nos declara no aptos, es curioso, para dar nuestra opinión sobre asuntos de interés general, porque para eso están los expertos de la cosa pública.
Por eso, no es baladí insistir en la necesidad de la vitalidad real que se esconde en la libertad concertada de los ciudadanos. Quizás en los próximos tiempos se tenga mayor autoconciencia de esta venturosa realidad que, como señaló hace mucho tiempo Burke, constituye el fundamento del poder en las democracias. Hoy, desde luego, bajo la apelación a la democracia de los ciudadanos encontramos la imposición de las minorias, la promoción de la de la fractura social, y, desde luego, mucho pensamiento único, mucho.
Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo
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