Una de las más clásicas polémicas del pensamiento político, y de la gestión pública, presente en el tiempo y en el espacio, se encuentra en la discusión acerca de la intervención y la libertad. En efecto, desde hace mucho, el pensamiento bipolar y maniqueo, hoy tan de moda, ha procurado que entre los conceptos de libertad e intervención, entre libertad y solidaridad, se produjera una feroz oposición evitando cualquier puente o aproximación. La razón reside, me parece, en el miedo, en el temor de los beneficiados por ambas posiciones ideologizadas a perder la posición.
La solidaridad, bien lo sabemos los que trabajamos desde los postulados del pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario, constituye una clave para comprender el alcance de la libertad de las personas. En efecto, lejos de los planteamientos radicalmente individualistas, y consecuentemente utilitaristas, entiendo –precisamente porque afirmo la dimensión personal del individuo humano- que una concepción de la libertad que haga abstracción de la solidaridad, es antisocial y derivadamente crea condiciones de injusticia. En este sentido la libertad, siendo un bien primario, no es un bien absoluto, sino un bien condicionado por el compromiso social necesario, ineludible, para que el hombre pueda realizarse plenamente como hombre. Si puede afirmarse que el hombre es constitutivamente un ser libre, en la misma medida es constitutivamente solidario. Su gran opción moral es vivir libre y solidariamente.
El mercado, que es una institución en la que reina la libertad, tiene, sin embargo, en sí misma, elementos sociales, aspectos de solidaridad. El mercado sin límites no es mercado. Igualmente, el interés general sin límites no es interés general. La racionalidad y objetividad que se debe predicar de cualquier actividad humana, obviamente también debe presidir tanto el funcionamiento del mercado como el del Estado.
La libertad de los demás, en contra del sentir de la cultura individualista insolidaria, no debe tomarse como el límite de mi propia libertad. No es cierto, ni mucho menos, que mi libertad termina donde comienza la libertad de los demás, como si los individuos fuéramos compartimentos estancos, islotes en el todo social. Se trata, más bien, de poner el acento en que un entendimiento solidario de las relaciones personales posibilita la ampliación de nuestra libertad individual. En este sentido – también podría hacerse esta afirmación con un fundamento utilitarista-, la libertad de los demás es para mí un bien tan preciado como mi propia libertad, no porque de la libertad de los otros dependa la mía propia, sino porque la de los otros es, de alguna manera, constitutiva de mi propia libertad.
El gran problema de concebir la libertad en armonía con la solidaridad, con la dimensión social de la persona, estriba en que impide que el actual pensamiento único pueda mover a su antojo, como marionetas, a unos ciudadanos que no parecen muy conscientes del sentido de su libertad social para actuar autónomamente.
En el caso de la crisis actual, parece claro que el Estado, a través de sus instituciones de control, verificación, supervisión y vigilancia de los mercados, ha fracasado estrepitosamente. El Estado es una garantía de solidaridad. Si falla en su funcionamiento básico, nos hallamos ante la ley de la selva, ante la más radical insolidaridad. Todo por el lucro y para el beneficio. Esta ha sido la consecuencia de un sistema que se ha desnaturalizado a causa precisamente de permitir que la libertad opere sin límites. Insisto la libertad debe ser solidaria y la solidaridad libre. De lo contrario, ni la libertad es libre, ni la solidaridad es solidaria.
Jaime Rodríguez-Arana Muñoz
Catedrático de Derecho Administrativo
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