Con alguna frecuencia, estos días por ejemplo, unos y otros traen a colación, con ocasión de las más variadas cuestiones políticas, los años de la transición. Unos, entre los que me encuentro, para rememorarlos y recuperar el ambiente de aquel tiempo hoy cada vez más necesario ante la polarización creciente de la vida política en España. Otros, sencillamente para impugnar esa etapa de nuestra reciente historia con el objeto de estigmatizarla intentando sembrar, hoy especialmente, nada menos que el delito de genocidio, una acusación que debe ser respondida desde el derecho y, sobre todo, desde la realidad.
 
En efecto, en el marco de una profunda crisis política y económica sin precedente a causa del coronavirus, se vuelve la mirada a aquella época de nuestra historia precisamente a la búsqueda de acuerdos y de entendimiento entre los principales actores de la vida política, social y económica de nuestro país.
 
Pues bien, si tuviéramos la oportunidad de preguntar precisamente al primer presidente del gobierno de esos años, los años de la transición política, nos diría que fueron años difíciles, pero no exentos de ilusión y de pasión por la instauración del régimen político de libertades que encontraría en la Constitución de 1978 su principal señal de identidad.
 
En 2001 tuve el privilegio de que Adolfo Suárez escribiera el prólogo de mi libro “El espacio del centro”, prólogo en que el expresidente deja traslucir, años después, sus puntos de vista sobre los verdaderos protagonistas de aquellos tiempos, hoy lamentablemente cuestionados por los enemigos de la concordia, de la tolerancia, del pluralismo, de los valores que impregnan nuestra Carta Magna. Valores que hoy precisamos como agua de mayo para que la reconstrucción sea real y producto del esfuerzo colectivo.
 
 
Adolfo Suárez recuerda en su prólogo que durante los años de la transición era menester “arrojar por la borda el complejo de inferioridad y el miedo que en el inconsciente colectivo había creado una terrible y cruel guerra civil y cuarenta años de gobierno autoritario que mantenía a toda costa, como referencia vital permanente, la división entre los españoles y su confrontación ineluctable”. Pues bien, cuarenta y cuatro años después (2020), resulta que el entendimiento y el espíritu de acuerdo brillan por su ausencia entre los principales dirigentes políticos como se constata a diario.
 
Por entonces, 1976, Adolfo Suárez, así lo afirma, se aplicó a la tarea de “superar el mito de las dos Españas, siempre enemigas y permanentemente enfrentadas”. Para ello tuvo claro, muy claro, algo que hoy algunos lo han olvidado: que “en la realidad sólo existe una España. La España de todos, con las diversidades a las que había que dar cauce, con sus problemas, que debían solucionarse, pero que era –y es- sobre todo una obra común, un proyecto integrador que, entre todos, debíamos construir. Para ello todos debíamos aceptar nuestra historia, con sus aciertos y sus errores. Para aprender de los primeros y evitar los segundos”. Hermosas palabras que, afortunadamente, cuajaron en el trabajo de un puñado de hombres y mujeres que fueron capaces de anteponer a sus legítimos objetivos partidarios, el camino a una democracia moderna y a las libertades que hoy, a pesar de los pesares, aunque ahora con mayores limitaciones, todos disfrutamos.
 
Una de las claves del éxito de esa gran operación de concordia que fue la transición la explica el propio Suárez en el prólogo que estoy glosando en el artículo de hoy: “no debíamos permanecer más tiempo buscando a los culpables de nuestros errores históricos. Todos los españoles, de alguna manera, éramos responsables de los mismos. Lo importante era dar el salto hacia delante e instalarnos en el futuro como una democracia avanzada, basada en la centralidad de la persona humana y sus derechos”.
 
Hoy, sin embargo, cuánto echamos de menos políticas de entendimiento, de búsqueda de puntos de acuerdo, de respeto real a las legítimas diferencias. Por eso la transición a la democracia está, hoy, en estos días que algunos la cuestionan injustamente, de plena actualidad y marca el camino que debemos emprender para no estancarnos, para no volver a enfrentarnos, para no volver a las dos Españas, para, en una palabra, que se labore por esa España de todos, que es la real y por la que vale la pena trabajar.
 
En fin, en este ambiente de crisis general en el que entendimiento parece complicado, es conveniente reproducir las palabras de un hombre que se dejó la vida por la reconciliación entre los españoles: “para alcanzar esa meta, ese gran objetivo que definí como la devolución de la soberanía al pueblo español era necesario que todos y cada uno de los españoles consideráramos a los demás compatriotas, con sus diferentes ideas, convicciones, creencias, posiciones sociales y origen territorial no como “enemigos” sino como complementarios; es decir, como aquellos sin los cuales cualquier español no podría desarrollar su propia personalidad y satisfacer ampliamente sus necesidades. Ese descubrimiento, el “otro español” como complementario constituyó un hallazgo político esencial que era –y es- básico de nuestra convivencia democrática”.
 
Hoy, estas palabras deberían resonar de nuevo en el panorama social y político español para superar la grave crisis que atravesamos, producto, sobre todo, del peor virus existente, de ese virus que nos condena al atraso y a la confrontación: el virus del odio y del resentimiento. El antídoto: la búsqueda sincera y leal del entendimiento, de la concordia, del acuerdo. Un espíritu y un talante que hoy es más necesario que entonces.
 
 
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y autor del libro editado por el centro de estudios políticos y constitucionales en 2001, El espacio del centro, prologado por Adolfo Suárez.