Estos días hemos conocido una encuesta del CIS sobre los impuestos. Como era de esperar, la ciudadanía, en su gran mayoría, 9 de cada 10 personas consultadas, entiende que los impuestos que paga son injustos, no son destinados a los servicios más importantes para la población y son muy elevados. Un porcentaje mayoritario, cerca del 70 %, afirma que el dinero que entrega al Estado vía impuestos le beneficia poco o nada en sus condiciones de vida.
Las tendencias que muestra el sondeo no debieran sorprendernos. Eran previsibles, sobre todo en  un momento de crisis y en un sistema en el que el ciudadano no conoce, con la exhaustividad que sería del caso,  a qué se destinan esos fondos de manera transparente. Sin embargo, a mi juicio hay dos cuestiones que si merecen un breve comentario. La relativa al destino de los impuestos y la  que se refiere a su injusticia o inequidad.
A mi juicio, el destino que las autoridades dan a lo que se recauda vía impuestos, al menos en estos años, deja mucho que desear. No puede ser, de ninguna de las maneras, que las subidas de estos tiempos se destinen en gran parte a paliar la irresponsabilidad de dirigentes y responsables públicos  que en estas décadas han levantado un colosal imperio político administrativo para colocar a afines y adeptos.  Tampoco es de recibo que una parte relevante de estos dineros públicos se dirija a subvencionar a determinadas instituciones y colectivos cuyo servicio al interés general brilla por su ausencia.
La segunda cuestión se refiere a la injusticia. Es verdad que el sistema impositivo español, es un tópico por lo demás, permite que las grandes fortunas y los grandes patrimonios tributen de forma singular. Ni mucho menos en proporción al sacrificio que hacen los asalariados o quienes perciben una nómina de la empresa o de la Administración pública. Por eso, es menester emprender las reformas necesarias para que también en este punto la justicia brille por su presencia. Que un 80% de españoles opine que los ricos no pagan lo que debieran o que disponen de mecanismos especiales o de privilegios en la materia no es una casualidad.
En una época de gran crisis económica como la que vivimos, la tentación para los gobiernos es subir los impuestos a todos y bajar los sueldos del personal al servicio de las Administraciones públicas. Es lo más rápido y sencillo: oprimiendo un botón en un gran ordenador central se hace en un periquete. Sin embargo, gobernar no es adoptar medidas automáticas, café para todos: es tratar a todos de acuerdo con su situación. Gobernar es mejorar las condiciones de vida de las personas, de todas sin discriminación alguna, empezando por las excluidas o desfavorecidas. Por eso, en estos difíciles momentos hay que procurar que el esfuerzo y el sacrificio exigible sean proporcionales. No puede ser, de ningún modo, que los de siempre sean quienes carguen a sus espaldas la factura de esta crisis. Y, lo más grave, que la llamada clase media empiece a dejar de serlo. De ahí a peligrosas situaciones de inestabilidad no hay más que un paso. Y muy corto.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es