La OCDE nos acaba de decir que el nivel de los universitarios españoles es equiparable al de los bachilleres japoneses. No se sabe si porque los bachilleres japoneses tienen una altísima cualificación o porque los universitarios de nuestro país están muy mal preparados, aunque más bien parece lo segundo.
Se nos acusa de que la formación universitaria es muy generalista y teórica y que nuestros estudiantes tienen grandes dificultades para manejarse con soltura en un mundo en el que dominan las nuevas tecnologías y en el que los principios estorban para la vida cotidiana. Entre otras cosas, porque vivimos en una civilización en la que lo importante, y definitivo, es ganar cuanto más dinero y en el más breve plazo de tiempo posible, mejor. En este contexto, es en el que hemos de reflexionar acerca de la formación que se imparte en nuestras Facultades de Derecho y Jurisprudencia.
Es bien sabido que la formación jurídica que se imparte en las Facultades europeas es deudora de la tradición positivista del Derecho que dominó en el viejo continente desde el siglo XVIII. Seguramente, nuestro subconsciente jurídico opera, incluso sin que nos demos cuenta, en un contexto en el que el pensamiento único causa sus estragos, sobre todo en las razonables demandas de justicia que, sin embargo, el imperio de la forma y el procedimiento, dificultan enormemente.
Por ejemplo, entre nosotros la jurisprudencia y los principios generales del Derecho siempre han tenido un cierto carácter polémico en lo que se refiere a su condición de fuentes del Derecho. Sobre todo, porque el pensamiento aún dominante prefiere amarrarse a unos aprioris que tantas veces no son más que la manifestación exacta del primado del poder sobre el Derecho, argumentándose tantas veces con el recurso a las mayorías, como si en la reciente historia del siglo pasado no haya testimonios bien elocuentes de lo que son capaces de hacer las mayorías bajo el yugo del totalitarismo.
Por ello, pienso que hemos de recibir como balones de oxígeno las últimas noticias que nos llegan de los Estados Unidos referidas a la creación de nuevas Facultades de Derecho y a la ampliación del abanico de opciones jurídicas que se ocupan del problema de la fundamentación del Derecho. Estas nuevas aproximaciones ponen el acento en los derechos fundamentales de la persona y en la vertiente ética y moral de la práctica del Derecho por todos los operadores jurídicos.
Desde estos nuevos enfoques se insiste en el conocimiento del Derecho como saber instrumental enmarcado en la búsqueda constante de la justicia, planteamiento hoy no muy practicado, valga la redundancia, en la “práctica”, dónde con tanta frecuencia el fin justifica los medios. Por eso, el ejercicio del Derecho no puede desconectarse de la protección de los derechos fundamentales derivados de la dignidad de la persona, derechos que, bien lo sabemos, no son creación del Estado. Más bien, el Estado debe reconocerlos y facilitar su ejercicio. En una de estas nuevas Facultades recientemente creadas se recuerda algo que suena hoy muy nuevo pero que un jurista entiende muy bien: las fuentes del Derecho no están sólo en la política, sino también se encuentran en la historia, en la naturaleza humana y en el orden moral del universo.
En el fondo, me parece que detrás de estos nuevos estudios de Derecho se encuentra la preocupación por evitar que la escisión entre el Derecho y la Moral siga proporcionando argumentos para justificar decisiones inmorales, planteamientos insolidarios; en definitiva, cuando el Derecho y la Moral campan cada uno por su cuenta, entonces el poder siempre gana al Derecho, porque éste se convierte en su vasallo más sumiso. En cambio, cuando la dignidad de la persona se erige en fundamento del Derecho, entonces el poder no tiene más remedio que operar en un ambiente en el que existen límites a su ejercicio.
Desde estos planteamientos, el estudio del Derecho no se reduce a la exposición, sin más, del Derecho vigente, sino que incorpora el pensamiento crítico para ayudar a que los alumnos piensen por sí mismos y se formulen determinadas preguntas sobre la adecuación a la justicia y a la dignidad de la persona de las instituciones, categorías y conceptos que les explican los profesores. Se trata de facilitar el pensamiento libre, sin imposiciones, con la sana de pretensión de que los alumnos tengan el hábito de cuestionarse los conocimientos recibidos desde el pensamiento abierto, plural y dinámico, evitando la dictadura del pensamiento único tan frecuente en este tiempo. En este sentido, los planes de estudio de estas Facultades incluyen asignaturas como Fundamentos Morales del Derecho, Jurisprudencia, Deontología Jurídica, Etica o Política pública, entre otras. Los tres elementos sobre los que basculan todas las enseñanzas que se imparten son: la defensa de los derechos humanos, la preocupación por la justicia social y la cultura de la vida, sin duda el primero de los derechos fundamentales, aunque paradójicamente el más castigado en estos tiempos de tanta esquizofrenia.
Ciertamente, va siendo hora de que en los enfoques jurídicos empiece a tomarse más en serio, a juzgar también por los resultados obtenidos, la sustancia que justifica la existencia del Derecho, el permanente dar a cada uno lo que es suyo. Si no fomentamos que los alumnos se hagan preguntas sobre el fin del Derecho estamos siendo cómplices de la mentalidad jurídica dominante en la que el poder político y el poder financiero doblegan, y de qué manera, al Derecho.
En fin, un episodio más de la lucha por el Derecho que ha caracterizado la historia del hombre. Frente al despotismo blando, es menester la lucha por la justicia y los derechos humanos en todo tiempo y circunstancia. La tarea no es fácil pero vale la pena. Desde luego, prefiero que nuestros alumnos no sepan utilizar una tarjeta de crédito o confeccionar una factura a que sean insensibles a la continua y permanente deshumanización de la sociedad. ¿Y usted querido lector?.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y miembro de la Academia Internacional de Derecho Comparado de La Haya.
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