Por más que nos pese, y hasta que nos duela, las encuestas y sondeos que periódicamente ven la luz reconocen que los partidos políticos son organizaciones que llevan demasiado tiempo al frente de los rankings de corrupción y desprestigio.
En efecto, relevantes mayorías de ciudadanos opinan que las formaciones partidarias no son transparentes en relación con sus cuentas, que son necesarias elecciones para elegir a sus candidatos y que los programas electorales son un compromiso del que los dirigentes de los partidos deben dar cuenta a los electores permanentemente, especialmente a los militantes y afiliados. Rendición de cuentas de oficio por los dirigentes y derecho a exigir los cumplimientos de las promesas contraídas en campaña son reclamaciones que los ciudadanos plantean cunado se les pregunta acerca de estas cuestiones.
Tales reivindicaciones ciudadanas no tendrían nada de particular si los partidos, como manda la Constitución, estuvieran regidos, en su organización y funcionamiento, por la democracia, algo que sin embargo está todavía muy lejos de la realidad a pesar del tiempo transcurrido desde la aprobación de la Carta magna.
La democracia se ha definido, es bien sabido, de diferentes formas. Una de las más utilizadas entiende por tal sistema político el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Es el gobierno del pueblo porque quienes ganan las elecciones han de dirigir la cosa pública con la mirada puesta en el conjunto de la población, no en una parte o en una fracción de los habitantes por importante que esta sea. Es gobierno para el pueblo porque la acción política por excelencia de los gobiernos democráticos ha de estar situada en el interés general; esto es, en la mejora continua e integral de las condiciones de vida de los ciudadanos, con especial referencia a los más desfavorecidos. Y es gobierno para el pueblo porque la acción política se realiza a favor del pueblo, no en beneficio de la cúpula que en cada momento está al mando.
Según parece, detrás las consultas, encuestas y sondeos se encuentra la convicción de que los partidos se olvidan de su función primigenia y se cierran sobre sí mismos al servicio de los intereses de las tecnoestructuras que, en ocasiones, secuestran la ideología de la formación en función de cálculos electorales. La propia estructura se convierte en el fin y los aparatos se convierten en los dueños y señores de los procesos, hasta el punto de que todo, absolutamente todo, ha de pasar por las direcciones, por las ejecutivas, instaurándose un sistema de control e intervención que ahoga las iniciativas que parten de la base.
En estos casos, nos encontramos ante partidos cerrados a la realidad, a la vida, prisioneros de las ambiciones de poder de un conjunto de dirigentes que han decidido anteponer al bienestar general del pueblo su bienestar propio. Se pierde la conexión con la sociedad y, en última instancia, cuándo no hay más proyecto que la propia permanencia, el centro de interés se situará en lo que denominamos control-dominio que, además de ser la garantía de supervivencia de quienes así conciben la vida partidaria, constituye una de las formas menos democráticas de ejercicio político. La autoridad moral se derrumba, la gente termina por desconectar de los políticos, se pierde la iniciativa, el proyecto se vacía y la organización ordinariamente se vuelve autista, sin capacidad para discernir las necesidades y preocupaciones colectivas de la gente, sin capacidad para detectar los intereses del pueblo.
Por el contrario, una organización pegada a la realidad, que atiende preferente y eficazmente a los bienes que la sociedad demanda y que permitiría probablemente hacerla mejor, es capaz de aglutinar las voluntades y de concitar las energías de la propia sociedad. Estos partidos, así configurados y dirigidos, atienden a los ámbitos de convivencia y colaboración y escuchan sinceramente las propuestas y aspiraciones colectivas convirtiéndose en centro de las aspiraciones de una mayoría social y en perseguidora incansable del bien de todos.
Por eso, es menester dar mayor contenido al mandato constitucional del artículo 6 acerca de la organización y funcionamiento democrático de los partidos. Por ejemplo, convendría redactar este precepto de la Constitución refiriendo algunos principios como el de participación de la militancia en la elección de los candidatos a cargos electos, el de elección directa de la militancia de los cargos directivos del partido, el de duración temporal de los cargos directivos del partido, el de consulta con la militancia de los asuntos que afectan a la sustancia del ideario del partido, el de contratación externa de la gestión económica y contable del partido, el de establecimiento de un comité de vigilancia ética compuesto por personalidades relevantes de la vida pública de reconocido prestigio sin filiación partidaria , el de financiación preferencial a cargo delas cuotas de los militantes, el de gratuidad del desempeño de los cargos en las direcciones, o el de sometimiento completo a la Ley de Transparencia especialmente en materia de contratos y de selección de personal.
Ojala que tras el 26-J las cosas cambien de verdad porque ya estamos cansados de esa monserga lampedusiana del cambiémoslo todo para que no cambie nada. De lo contrario, el populismo y la demagogia se instalarán inevitablemente entre nosotros.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana
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