De un tiempo a esta parte, sobre todo desde la emergencia de la profunda crisis que asola el mundo occidental de uno a otro confín, se aprecia una progresiva desafección de la ciudadanía en relación con la política. Aumenta la abstención en las competiciones electorales, las encuestas de opinión reflejan la mala imagen de los partidos políticos y, por si fuera poco, la corrupción ha hecho acto de presencia con inusitada intensidad, y frecuencia, en todos los órdenes de la vida económica, social y política. España no es ajena: el 20-D y la campaña electoral que lo precedió  lo pudimos comprobar.
En este contexto, se percibe una fuerte crítica contra esta noble actividad, a veces sin caer en la cuenta de que no se debiera generalizar, pues hay un buen puñado de personas, más de las que parece,  que están en política para atender objetivamente al interés general, actuando con un fuerte compromiso en todo lo relativo a la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.  Sin embargo, todavía hay más ciudadanos que podrían colaborar en la gestión de los intereses generales, pero que se repliegan en su actividad particular a causa del ambiente que se respira en los cuarteles generales de las formaciones partidarias y de las terminales de los distintos poderes.
Así las cosas,  ante la  creciente desafección,  los partidos políticos debieran proceder a una razonable reforma de su organización o funcionamiento. Con el fin, claro está, de abrirse a la sociedad, con la finalidad de dar mayor participación a la militancia en la elección de las direcciones, de los candidatos a cargos electos. Y, por supuesto, para que la militancia, que es la verdadera dueña y soberana del partido, no sus directivos, pueda expresarse sin especiales dificultades cuándo estime que la cúpula de la formación sigue derroteros distintos a los marcados por el ideario propio o los compromisos electorales. Incluso, habría que prever que los militantes reciban periódicamente, de los altos cargos del Gobierno, y de los demás representantes en otros  poderes del Estado, cumplida respuesta a sus preguntas, de forma y manera que la rendición de cuentas sea un hábito también en la vida partidaria. Una buena práctica sería consultar a los seguidores y correligionarios sobre determinadas políticas o sobre determinadas decisiones que se pretenden adoptar.
Si los partidos no se abren a la sociedad y se ajustan a los valores y cualidades democráticas, las opiniones y criterios de la ciudadanía en relación con la cosa pública seguirán ordinariamente, salvo raras excepciones,  confinadas  al mundo de lo privado, sin acceso al espacio público por temor o miedo a represalias. Es decir, si no cambian las cosas, la política real seguirá privatizada y el poder político seguirá en manos de una casta de privilegiados que se aprovechan, y de qué manera, de la ausencia de canales reales de participación cívica. Ahí están esos grupos de burócratas que se atreven, ante la pasividad generalizada, a establecer las prioridades  que más les convienen, a veces incluso en contra de los principios de las formaciones que los han conducido al poder.
Mientras tanto, a la vez que se cacarea con ocasión y sin ella sobre la esperada regeneración democrática, comprobamos la realidad del compromiso democrático de los dirigentes de los partidos, de uno u otro lado del arco político, incluidos los nuevos, que ya no se cortan un pelo en demostrar el liderazgo carismático, de corte totalitario, con el que ejercen el poder. Los acontecimientos de estos días son un fiel reflejo de ello.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. Jra@udc.es