Los proyectos ideológicos suponen visiones completas, cerradas y definitivas de la realidad social tal y como a diario contemplamos en el devenir de la forma en que se ejerce el poder en este tiempo de pandemia. En sentido contrario, las políticas públicas participativas propician un mayor consenso social y parten del pluralismo y de la convicción de que todos los sectores sociales son relevantes y de todos se puede aprender.

El objetivo de la participación consiste en propiciar el protagonismo del ciudadano en la vida y en la acción pública. A pesar de lo que contemplamos a diario, no debiera haber lugar para un nuevo despotismo ilustrado que conciba la política como una satisfacción de los intereses de los ciudadanos sin contar con ellos en su consecución.

La participación, junto con la libertad, son objetivos públicos de primer orden. Incluso, por su carácter básico, y por lo que supone de horizonte tendencial nunca plenamente alcanzado, podríamos hablar de la participación como finalidad de la misma acción pública en sentido amplio.

La participación política del ciudadano debe ser entendida como finalidad y también como método. La crisis a la que hoy asisten las democracias, o más genéricamente nuestras sociedades, en las que se habla a veces de una insatisfacción incluso profunda ante el distanciamiento que se produce entre lo que se llama vida oficial y vida real, manifestada en síntomas variados, exige una regeneración permanente de la vida democrática. Pero la vida democrática significa ante todo, la acción y el protagonismo de los ciudadanos, la participación.

Sin embargo, frente a lo que algunos entienden, que consideran la participación únicamente como la participación directa y efectiva en los mecanismos políticos de decisión, la participación debe ser entendida de un modo más general, como protagonismo civil de los ciudadanos, como participación cívica.

En este terreno dos errores debe evitar el dirigente público. Primero, invadir con su acción los márgenes dilatados de la vida civil, de la sociedad, sometiendo las multiformes manifestaciones de la libre iniciativa de los ciudadanos a sus dictados. Y, segundo, pretender que todos los ciudadanos actúen del mismo modo que él lo hace, ahormando entonces la constitución social mediante la imposición de un estilo de participación que no es para todos, que no todos están dispuestos a asumir.

En democracia es menester respetar la multitud de fórmulas en que los ciudadanos deciden integrarse, participar en los asuntos públicos, cuyas dimensiones no se reducen, ni muchísimo menos, a los márgenes –que siempre serán estrechos- de lo que llamamos habitualmente vida política. Me refiero a la participación cívica, en cualquiera de sus manifestaciones: en la vida asociativa, en el entorno vecinal, en el laboral y empresarial, etc. Y ahí se incluye, en el grado que cada ciudadano considere oportuno, su participación política.

Al dirigente público le corresponde, pues, un protagonismo público, pero la vida política no agota las dimensiones múltiples de la vida cívica, y el responsable público no debe caer en la tentación de erigirse él como único referente de la vida social. La empresa, la ciencia, la cultura, el trabajo, la educación, la vida doméstica, etc. tienen sus propios actores, a los que el dirigente político no puede desplazar o menoscabar sin incurrir en actitudes sectarias absolutamente repudiables.

Hoy, sin embargo, comprobamos como algunos pisan el acelerador intenta ahormar y licuar la vida social para instalar de nuevo un modelo que el pasado ha constado peligroso para la libertad y vida de las personas. Ojala que en 2021 seamos capaces de regresar a los valores democráticos reales, sacudiéndonos el yugo del formalismo y de la manipulación reinante. Es posible, y, cada vez, más urgente.

Jaime Rodríguez-Arana

@jrodriguezarana