La conmemoración próxima, el día 6 de diciembre, de los cuarenta años de la Constitución de 1978, invita a meditar acerca del preámbulo de nuestra Carta Magna y su grado de realización en la  vida social y política. En su seno encontramos los valores  que conforman la sustancia constitucional y la matriz de dónde surge el espíritu constitucional, el centro de donde procede el dinamismo y las virtualidades de la Constitución. En efecto, en el preámbulo de la Constitución encontramos ese conjunto de valores o de pautas que dan sentido a todo el texto constitucional y que deben impregnar el régimen jurídico y el orden social colectivo. Es decir, son las directrices que deben guiar nuestra vida política, no sólo la de los partidos, la de todos los españoles, nuestra vida cívica.
 
 
En el preámbulo  se señalan en primer lugar la justicia, la libertad y a seguridad como los tres valores constitucionales más importantes. En la idea de justicia late la convicción de que hay algo debido al hombre, al ser humano. Por encima de consideraciones sociológicas o históricas, más allá de valoraciones económicas o de utilidad, el hombre, el ser humano se yergue ante el Estado, ante cualquier poder, con un carácter que me atrevo a calificar de absoluto: esta mujer, este hombre, son lo inviolable; el poder, la ley, el Estado democráticos, se derrumbarán si no fueren respetados. En la preeminencia de la libertad se está expresando la dignidad del hombre, constructor de su propia existencia personal solidaria –escribo solidaria porque creo que no es posible concebir la existencia personal de otra manera-. Y finalmente, la seguridad, como condición para un orden de justicia y para el desarrollo de la libertad, y que cuando se encuentra en equilibrio dinámico con ellas, produce el fruto apetecido de la paz.
 
El segundo de los principios señalados en el preámbulo constitucional, siguiendo una vieja tradición del primer constitucionalismo del siglo pasado –una tradición cargada de profundo significado-, es el principio de legalidad. La ley es la expresión de la voluntad popular. La soberanía nacional se manifiesta a través de la ley. El principio de legalidad no significa otra cosa que respeto a la ley, respeto al proceso de su emanación democrática, y sometimiento a la ley, respeto a su mandato, que es el del pueblo.
 
En virtud del principio de legalidad el Estado de Derecho sustituye definitivamente a un modo arbitrario de entender el poder. El ejercicio de los poderes públicos debe realizarse en virtud de habilitaciones legales. Todos, ciudadanos y poderes públicos, están sujetos –así lo explicita el artículo 9 de la Carta Magna- a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico.
 
 
No podía ser de otra manera si la justicia, la libertad y la paz son los principios supremos que deben impregnar y orientar nuestro ordenamiento jurídico y político. Respetar la ley, la ley democrática, emanada del pueblo y establecida para hacer realidad aquellos grandes principios, es respetar la dignidad de las personas, los derechos inviolables que les son inherentes, el libre desarrollo de sus existencias personales, y su condición social.
 
El Estado de Derecho, el principio de legalidad, el imperio de la ley como expresión de la voluntad general, deben, pues, enmarcarse en el contexto de otros principios superiores que le dan sentido, que le proporcionan su adecuado alcance constitucional. No hacerlo así supondría caer en una interpretación mecánica y ordenancista del sistema jurídico y político, privando a la ley de su capacidad promotora de la dignidad del ciudadano. Y una ley que en su aplicación no respeta y promueve efectivamente la condición humana –en todas sus dimensiones- de cada ciudadano, o es inútil o es injusta. No es democrática.
 
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana