Uno de los rasgos que mejor define al espacio del centro es el de la reforma permanente, el llamado reformismo. En efecto, en este concepto se encuentran conjugados una serie de valores, de convicciones, de presupuestos, que permiten delimitar con precisión las exigencias de una política que quiera considerarse centrada, o de centro.  Una forma de hacer política que está permanentemente poniendo el foco en las personas y en la manera de mejorar sus condiciones de vida de todos los ciudadanos. Por eso, lo relevante no es la etiqueta de la política concreta sino que ésta efectivamente se realice al servicio de las personas, especialmente de las más necesitadas.

 
El reformismo implica en primer lugar una actitud de apertura a la realidad y de aceptación de sus condiciones. A partir de esta base, las políticas se caracterizan por la mejora constante de la realidad de manera que tal posición repercuta en un mayor bienestar y calidad de vida para todos los ciudadanos. Reforma y eficacia, pues, van de la mano pues no es concebible desde el centro la reforma que no implique resultados para la mejora de las condiciones de vida de los habitantes. Crecimiento económico, claro, pero al servicio de las personas. Austeridad en el gasto, por supuesto, pero que haga posible políticas radicalmente humanas y solidarias.
 
El reformismo va de la mano de  políticas de integración y de cooperación  que reclaman y posibilitan la participación de los ciudadanos singulares, de las asociaciones y de las instituciones, de tal forma que el éxito de la gestión pública debe ser ante todo y sobre todo un éxito de liderazgo, de coordinación, o dicho de otro modo, un éxito de los ciudadanos.
 
Las políticas centristas son políticas de progreso, de mejora, porque son políticas reformistas. El reformismo hoy está de palpitante y rabiosa actualidad porque precisamos cambios y transformaciones de calado. Sobre todo porque los modelos políticos y administrativos no funcionan, porque es menester recuperar los valores propios del Estado social y democrático de Derecho y de la democracia.
 
En España precisamos de reformas que vayan al fondo de los problemas. A los pilares, por ejemplo, del modelo autonómico, modificando la Constitución para mejorar el desempeño de los gobiernos y administraciones territoriales. A los fundamentos del sistema educativo, a los basamentos del orden político, social y económico en general. Los parches ahora no sirven. La situación es muy grave y es menester buscar acuerdos y contar con la ciudadanía.
 
En efecto, una política que pretenda la mejora global, total y definitiva de las estructuras y las realidades humanas sólo puede ser producto de proyectos visionarios, despegados de la realidad. Las políticas reformistas son ambiciosas, porque son políticas de mejora, pero se hacen contando con las iniciativas de la gente –que es plural- y con el dinamismo social. Y hoy en día la ciudadanía reclama reformas profundas del sistema político, del sistema económico, del sistema social y del sistema educativo.
 
En este momento, las reformas que espera la gente son las que hay todos sabemos, reformas pensando en los ciudadanos, no tanto, insisto, en cálculos o aritméticas electorales. Para ello, ojala que exista el entendimiento necesario y superemos el cainismo y el pensamiento  ideológico.  Italia y Francia, por ejemplo, han puesto en marcha reformas que alteran sustancialmente aspectos de la política y de la Administración que, sin embargo, por estos lares, siguen esperando. En Italia el pueblo entendió  el 25 M  el mensaje. En Francia estos días han decidido eliminar 4.000 cargos políticos sin que se hayan rasgado las vestiduras. Aquí también, de acuerdo a nuestra realidad, necesitamos reformas de calado, reformas profundas, reformas orientadas a que el orden político, social, económico y cultural esté al servicio del pueblo, no de una minoría, por muy relevante e ilustrada que esta sea.
 

Jaime Rodríguez-Arana

Catedrático de Derecho Administrativo