El preámbulo de la Constitución de 1978 en su primer parágrafo expresa con meridiana claridad los objetivos que el poder constituyente persiguió con la elaboración de la Carta Magna: «La nación española, deseando establecer la justicia, la libertad, la seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía -que reside en el pueblo, del emanan todos los poderes del Estado- proclama su voluntad de…Consolidar un Estado de Derecho que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular…Establecer una sociedad democrática avanzada…».
Hoy, en 2020, cuarenta y dos años después, la lectura del preámbulo causa sonrojo y vergüenza: ni la ley es la expresión de la voluntad popular, sino un arma arrojadiza que se espetan unos contra otros al margen del bien común, ni hemos avanzado en la consolidación de la democracia, pues el grado de vaciamiento de los valores del Estado de Derecho nos acerca a un sinuoso mundo de manipulación y concentración del poder, propio de las tiranías. Más bien, lo que hoy se precisa es una refundación de los valores reales y genuinos de un Estado social y democrático de Derecho hoy bajo mínimos.
La soberanía, que reside en el pueblo, de quien emanan todos los poderes del Estado, ha sido tomada por determinados grupos, bien conocidos, que se han erigido en sus únicos interpretes aprovechando el formalismo y la buena fe del pueblo en un ambiente de práctica ausencia de compromisos cívicos y de ejercicio real de las cualidades democráticas. En estos años, en los que hemos estado más preocupados del confort que de hacer genuino el sistema democrático, se han ido socavando poco a poco sus valores hasta constituir meros elementos retóricos o decorativos, apenas sin vida real.
En este contexto, el artículo 1.1 constitucional establece los valores superiores del Ordenamiento jurídico. A saber: libertad, seguridad, justicia, igualdad y pluralismo político. La libertad, en tiempos de emergencia sanitaria, secuestrada por mor de obtusas interpretaciones de lo que es un Estado de alarma y por conculcaciones palmarias del principio de legalidad en relación con el ejercicio de los derechos fundamentales. La seguridad, especialmente la jurídica, brilla por su ausencia ante una constante sucesión de reglas que tratan de desmontar los fundamentos del Estado constitucional. La igualdad se reserva a quienes tienen la suerte de militar en los nuevos movimientos que se consideran herederos de las esencias populares. Y el pluralismo político, muerto a manos de los amantes de ese pensamiento único, cainita y maniqueo, que decide desde el vértice quien accede al espacio público y quien debe ser excluido.
Por otra parte, el artículo 9.3 constitucional nos recuerda los principios del Derecho más relevantes, sobre los que debe levantarse el Ordenamiento jurídico: legalidad, jerarquía normativa, publicidad de las normas, irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, seguridad jurídica, responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.
El artículo 106.2 constitucional reconoce el derecho de los ciudadanos, en los términos establecidos por la ley, a ser indemnizados por toda lesión que sufran en cualesquiera de sus bienes o derechos, salvo en los casos de fuerza mayor, siempre que la lesión sea consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos.
Por tanto, la Constitución se refiere a la responsabilidad de los Poderes públicos, de todos sin excepción, en el artículo 9.3 en íntima conexión a la prohibición de la arbitrariedad y al derecho a la indemnización del 106.2 en los casos de que los ciudadanos sufran lesiones en sus bienes o derechos consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos. Término que está redactado en términos amplios, equiparables a actuaciones de los Poderes públicos. Por tanto la responsabilidad se predica de los tres Poderes públicos: ejecutivo, legislativo y judicial. Y si alguno de esos poderes en el despliegue de sus cometidos o tareas lesiona derechos o bienes de los ciudadanos habrá de responder puesto que la irresponsibilidad no cabe en un Estado de Derecho.
La responsabilidad, también la del poder legislativo, debe impedir la arbitrariedad tal y como acabamos de recordar citando nada menos que al artículo 9.3 constitucional. Responsabilidad e interdicción de la arbitrariedad van de la mano pues la dicción literal del precepto es meridianamente clara. Por tanto, un régimen de responsabilidad patrimonial del Estado como el actual: objetivo, universal y directo, que en su realización fomenta una mala administración, espacios de impunidad y dificultades para que responda quien realmente ha ocasionado el daño, debe ser replanteado en sus fundamentos y en su régimen jurídico.
En relación con el poder ejecutivo y el judicial, ya sabemos el juego real que trae consigo este sistema, en el que la acción de regreso prácticamente no opera, en el que el error judicial con frecuencia se interpreta en determinado sentido y en el que los fiscales, por su peculiar caracterización jurídica, apenas responden de sus actuaciones. En el poder legislativo, la responsabilidad de diputados y senadores es, sencillamente inédita, cuándo con relativa frecuencia, en el proceloso proceso de elaboración de la normas, algunas causan daños directos a ciudadanos concretos y a grupos de personas determinadas.
Es decir, el actual régimen de responsabilidad de los Poderes públicos debe ser replanteado para que sea coherente con el marco constitucional que hemos comentado en el artículo de hoy. De lo contrario, seguiremos instalados en un ambiente de irresponsabilidad del que disfrutan quienes precisamente mas y mejor debieran responder de sus actuaciones pues son quienes administran y gestionan poderes de propiedad popular, poderes que son de la titularidad del pueblo.. Y quien ejerce el poder en nombre de otro, a él debe rendir cuentas de su gestión y administración.
Jaime Rodríguez-Arana
@jrodriguezarana