De un tiempo a esta parte, la tendencia a la radicalización en la vida política es uno de los fenómenos más característicos del panorama político general. No solo en España. En Gran Bretaña, Alemania o Estados Unidos, por ejemplo, el giro hacia el extremo por parte de algunas formaciones tradicionales refleja una peligrosa tendencia que alimenta demagogia y populismo por doquier.
 
Precisamente por esta razón W.B. Yats ha podido escribir, no sin cierta exageración, que “todo se desmorona, el centro no resiste, la anarquía se adueña del mundo”. En el Reino Unido, los tories enfrentan el espinoso problema de la pertenencia inglesa a la Unión Europea, en Alemanía Merkel tiene serios problemas para encauzar el problema de los refugiados y en los Estados Unidos, demócratas y republicanos están siendo cuestionados desde los extremos por argumentos populistas. Es decir, los partidos tradicionales, que de una u otra forma han practicado políticas centristas están siendo desafiados por los movimientos ideológicos de extrema derecha y extrema izquierda. España no es una excepción.
 
La cuestión, que no es de difícil diagnóstico, tiene bastante que ver con una determinada forma de entender el centro político y la realización de políticas centristas. En efecto, durante mucho tiempo se ha pensado que el centro no era más que un talante o estilo de hacer política a partir del diálogo y el acuerdo. Sin embargo, el centro es mucho más que forma. Es verdad que la metodología del entendimiento es capital para este espacio político. El problema aparece cuándo el consenso y el acuerdo pierden su carácter instrumental y se convierten en el fin.  En el único fin de la política.
 
La política, desde luego, es una de las más nobles actividades a las que se puede dedicar el ser humano. Esta afirmación es cierta, como también la siguiente: la  política tiene sentido en una democracia si está orientada a la mejora integral de las condiciones de vida de los ciudadanos. Es decir, si está diseñada para ampliar los horizontes vitales de las personas, para que éstas puedan realizarse libremente en un contexto solidario. En este sentido, no dudo en reconocer que la política tiene una dimensión ética capital ya que, rectamente entendida, debe dirigirse a devolver el protagonismo que le es propio a los ciudadanos, colocando en el centro a la persona. Y colocar en el centro a la persona consiste, entre otras cosas, no en propugnar un desplazamiento del protagonismo propio e ineludible de los gestores democráticos, sólo faltaría,  sino en poner los medios para que la libertad, la solidaridad y la participación de cada ciudadano pueda construirse cotidianamente, a golpe de cualidades democráticos.
 
La política es una tarea ética que requiere un compromiso radical con la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales. Y en esta tarea, los políticos tienen un papel fundamental que algunas veces se reduce a concebir el centro como la expresión de un talante dialogante, abierto y comprometido. Claro que el talante es capital en la actividad política, pero no lo es todo porque los ciudadanos esperan soluciones concretas y medidas mensurables que traduzcan el proyecto político en una mejora real  de sus condiciones de vida.
 
El espacio de centro no es sólo un talante, no es solo un modo o forma de hacer y estar en la política. Quienes así piensan, quizás lo hagan porque entienden  que esta posición política, en las antípodas del pensamiento de confrontación que trajeron las ideologías cerradas, no es susceptible de caracterización propia y se reduce únicamente a un talante, a un estilo o  modo de estar en la política de manera abierta y dialogante. No estoy de acuerdo, sencillamente porque el espacio del centro político es algo más, mucho más que un talante o un modo de estar en la política en la medida en que exige la defensa radical de los derechos fundamentales de todos.
 
Reducir el espacio de centro a la categoría de  forma o talante  sería casi equivalente a reducir la condición de demócrata a lo mismo. Claro que existe un talante democrático. Ahora bien, presumir de ese talante,  exhibir ese estilo  es una cosa y otra bien distinta, y mucho más sustancial, es ser demócrata de verdad. Resulta, además, que en una sociedad en que la configuración de la opinión tiene mucho que ver con los medios audiovisuales de comunicación, la imagen pública lleva asociada muchas veces la categorización política de los personajes. Por eso desde el centro es prioritaria la pedagogía, la explicación continua de lo que se hace o de lo que se propone.
 
El talante moderado, el espíritu conciliador pues, tienen un alto valor político, igual que el talante dialogante. Pero en el espacio de centro, según pienso, lo decisivo es la realización de políticas efectivamente moderadas y el establecimiento efectivo y real del diálogo, algo que está muy  lejos de lo postizo y artificial, de lo gestual y del postureo,  tan en boga. La clave no está tanto en la pose, en el talante, en el gesto, en el estilo que se pretende transmitir, sino en que las políticas concretas reflejen genuinamente esa manera de hacer política. La clave son los hechos concretos de una acción de gobierno que propicie mayores cotas de libertad, de solidaridad y de participación. La clave reside en realizar políticas abiertas, plurales, dinámicas, para todos, no para algunos, por muy importantes que sean. Ello reclama superar ese miedo reverencial, esa reliquia ideológica que hoy parece atenazar a algunos dirigentes a consultar al pueblo aquellas decisiones que trastocan esencialmente instituciones o que afectan a aspectos esenciales de la vida colectiva.
 
Sí, definitivamente, el centro es algo más. Mucho más que un talante,  que una forma, un estilo de estar y hacer política. Precisamente porque los centristas hoy han abandonado las convicciones profundas y escapan de los principios, por eso el centro parece desmoronarse. Sin embargo, es tiempo de recuperar las señas de identidad del centro, de recuperar el pensamiento abierto, la metodología del entendimiento, la sensibilidad social, el compromiso con la dignidad del ser humano, con la razón y con la mejora continua de las condiciones de vida de las personas. Estamos a tiempo de parar la vuelta al pasado, a la demagogia y al populismo, a los espacios de odio, resentimiento y confrontación, que se han aprovechado hábilmente de la tecnocratización del centro y de la llegada, como escribe Zakaria, de líderes aburridos y  practicones, insensibles y distantes frente a los problemas reales de la gente. Por eso, este es un tiempo de invertir en moderación, principios y valores democráticos y de buscar dirigentes y líderes sin miedo y sin complejos que defiendan lo que millones de personas normales, sensatas y moderadas, esperan en tantos países. Ni más ni menos.
 
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo y autor del libro, prologado por Adolfo Suárez, El espacio del centro.