El panorama cultural en que vivimos se caracteriza por un sincretismo o eclecticismo que refleja una notable pérdida de valores y de compromisos en relación con la centralidad de la dignidad del ser humano. En efecto, nos enfrentamos a un multiculturalismo y a una progresiva relativización de los valores humanos que proclaman que todas las culturas y todas las prácticas culturales son del mismo rango, de la misma relevancia.
Por ejemplo, ciertas prácticas que lesionan la integridad de la mujer en determinadas partes del mundo, son para estos planteamientos multiculturales, hechos culturales diferentes cuándo, en realidad, no son más que atentados al derecho humano a la integridad física. Encarcelar a periodistas por no seguir los dictados de la cúpula política es un delito. Perseguir a personas por su credo religioso es un delito. Recibir con todos los honores a dictadores, a dirigentes que tienen en su haber la perpetración de lacerantes atentados a los derechos humanos es, sencillamente, inaceptable.
La realidad, sin embargo, acredita que en el presente, en todo el mundo, de una manera sutil o abierta, se ha instalado un ambiente cultural en el que el dogma primero y principal reza así: adorarás al dinero y al poder por encima de todo. En efecto, el poder y el dinero se han convertido en los grandes dioses de este tiempo. Ante ellos hay que arrodillarse. Ante ellos vale todo. Ante ellos los derechos humanos son relativos. Si interesa, si conviene, si es más rentable, si es más eficaz, poco a poco se va consiguiendo que solo algunas personas, las adictas a la nueva fe del dominio de lo políticamente eficaz o conveniente, ocupen con exclusividad los espacios públicos. Por ejemplo, si resulta que a ciertas tecnoestructuras del mundo de los negocios les interesa hacer el agosto con ciertos medicamentos que traen causa de determinadas prácticas sociales, se consigue que legisladores y gestores de la cosa pública, por un módico precio, se plieguen a sus deseos.
El humanismo, la sensibilidad hacia los valores humanos, hoy no está en su mejor momento. No pocos intelectuales de éxito han optado por inclinar la cerviz engrosando las nóminas de expertos a sueldo de los burócratas de turno. La matriz cultural y política que ha permitido a Europa alcanzar en el pasado las más altas cotas de compromisos con los derechos humanos, con el Estado de Derecho, hoy está por los suelos. La crisis actual, en realidad, no es más que el trasunto de haber abandonado miserablemente las señas de identidad que han conformado, desde sus orígenes, la esencia de la misma Europa.
En efecto, el principio de juridicidad en cuya virtud el poder actúa sometido al Derecho y a la Ley es una quimera porque quien debe garantizar el imperio y el primado del Derecho es la “longa manus” del poder. La separación de los poderes se ha sustituido por el absoluto poder de las oligarquías de los partidos que disponen a su antojo los integrantes de los diferentes poderes del Estado. Y, el reconocimiento de los derechos humanos es formal porque ahora los derechos humanos son los que conviene en cada caso al poder de turno.
En este ambiente de crisis general, si las personas toman conciencia de su verdadero poder en el sistema político y lo reclaman, las cosas empezarán a cambiar y quienes se están beneficiando de todo este gran fiasco tendrán que replegar velas y, lo que es más importante, responder ante los jueces y tribunales. Como reza el dicho popular, no hay mal que por bien no venga: si la crisis sirve para volver a las raíces del humanismo, a reformas profundas y al gobierno del pueblo por el pueblo y para el pueblo, entonces el sufrimiento de estos años habrá valido la pena. Por supuesto.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es
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