Una de las principales críticas que se vienen formulando al modelo de democracia que conocemos en muchas partes del mundo se refiere al papel real que juegan los ciudadanos. Con frecuencia, el ciudadano medio, asombrado ante la tecnificación y burocratización de los sistemas electorales,  parece que no tiene más que remedio que, convencido por los de siempre, entregar la gestión del poder, que no su titularidad, a los que presuntamente son los expertos en el manejo de estas cuestiones. Que son, nada más y nada menos, que quienes tienen en sus manos la puesta en marcha del proceso electoral, su control y todos sus resortes.
Es decir, el ciudadano es obligado, más o menos, a delegar su responsabilidad a favor de una tecnoestructura que se encarga del ejercicio y la gestión de ese supremo derecho de soberanía popular. Entrega la gestión y la administración del poder confiando en que quienes en su nombre lo ejercen le den cuentas de su ejercicio permanentemente. Algo que como sabemos brilla por su ausencia a pesar de la múltiples y variadas formas de propaganda del tecnosistema.
En efecto, como sabemos, la delegación de la responsabilidad a los especialistas del interés general no es seguida normalmente por una rendición de cuentas puntual y periódica de los representantes a la ciudadanía. Esa tarea de “accountability”, todo lo más, se reduce a reportar al jefe de filas, como si en la sede de la tecnoestructura partidaria estuviese la soberanía popular.
En una democracia avanzada la participación es razonable y responsable. El pueblo es consultado con frecuencia sobre los asuntos más relevantes que afectan a la vida social, política y económica. Los representantes están en permanente contacto con los electores atendiendo sus inquietudes y necesidades colectivas. La separación de poderes es real y se  garantiza un sano equilibrio sin interferencias. Es decir, el pueblo no es el convidado de piedra sino el protagonista.
Los ciudadanos, no nos engañemos, no están soñado y deseando participar en todas y cada uno de los asuntos de interés general como existen en la vida social. Más bien, como consecuencia del fenomenal montaje de consumismo insolidario producido por las terminales del poder, tienden al anonimato y la despersonalización. Por eso es menester animar y facilitar por todos los medios posibles la participación conscientes de que hoy en día, salvo para algunos, en determinadas cuestiones, no brilla por su presencia.
En este sentido, es posible alterar, incluso sustancialmente, el ideario de las formaciones políticas sin problema alguno. La corrupción hace acto de presencia, más en períodos electorales. Y la presencia de la ciudadanía en el diseño, implementación y evaluación de políticas públicas rebosa en las formas pero ni está ni se la espera en términos generales.
Esta ausencia de la ciudadanía del centro del espacio público es suplida por determinadas minorías, por grupos concretos y determinados de personas que deciden las políticas públicas más relevantes siguiendo esa máxima tan conocida como autoritaria: todo para el pueblo pero sin el pueblo.
La idea, tan antigua como actual, de que la democracia es el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo está siendo arrumbada por determinadas alianzas y estrategias que deciden periódicamente la agenda pública sin el concurso y consentimiento de los ciudadanos. Efectivamente, los ciudadanos, salvo cada cuatro años en que podemos votar, somos los grandes convidados de piedra de estar gran farsa  de la que algunos intentar sacar partido de forma oportunista.
Es momento, pues, de volver a conquistar el protagonismo que a los ciudadanos está reservado. Es momento de pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario. Es momento de volver a poner en el centro del sistema a las personas de carne y hueso. Es momento, en fin, de acometer la necesaria regeneración de la democracia. Una reforma que en esencia sigue pendiente. Una reforma que es urgente y que los ciudadanos nos merecemos.
Jaime Rodríguez-Arana es catedrático de derecho administrativo. jra@udc.es